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En el natalicio número 58 del mítico rey del narcocorrido, el sinaloense Chalino Sánchez, asesinado luego de una presentación en Culiacán en 1992, algunos músicos norteños localizados en la frontera de Baja California ―estado que junto con el sur de California fue la base desde la que despegó su corta pero recia carrera musical― nos hablan de los peligros de ejercer este oficio que le escribe al amor y le canta al crimen.
Cada uno de estos músicos, innumerable cantidad de veces ha interpretado sus feroces y ásperas canciones, ha simulado su desollada y gangosa voz, pero sobre todo, ha experimentado la amenaza y los riesgos de cantar en la frontera norte de México. Un territorio en donde la violencia se normaliza al bailable y estruendoso ritmo de un narcocorrido.
Platicamos con estos músicos para conocer un poco más de su vida cotidiana, lee los testimonios abajo.
IDELFONSO- CHICALI NORTEÑO
El trabajo de músico norteño es arriesgado por el tipo de clientes. Los narcos, por ejemplo, se ofenden cuando se sienten despreciados. Si te marcan y no puedes ir a su reunión —porque ya tienes un compromiso o por equis motivo—, te la sentencian y valió madres. Una vez un cuate nos contrató para tocar, fuimos a un rancho a las afueras de la ciudad y tocamos las cinco horas que nos pidió. Acabamos el repertorio y cuando estábamos juntando los instrumentos nos dice el cuate: “¿Qué pasa? ¿A dónde van?” Y como yo dirigía al grupo le contesté: “No pos’ ya se acabaron las cinco horas, aparte ya nos cansamos”. “¡Ni vergas, ustedes no se van hasta que yo les diga, órale cabrones, a tocar!”, nos gritó apuntándonos con su pistola. ¿Qué hace uno si alguien se pone loco y te apunta con su arma? Hasta eso que sí nos pagó las horas extra que tocamos, pero nos trató muy mal, ni agua nos quiso dar. “Vienen a trabajar no a refrescarse”, nos dijo cuando le pedimos algo para la sed.
Idelfonso, de Chicali Norteño. Foto: Jorge Damián Méndez Lozano vía Vice
En otro evento estuvo peor. Nos jalaron a un rancho en donde se suponía que a las cinco de la tarde terminaríamos. Ya estábamos por irnos cuando nos dice el de la paga: “Aquí está su dinero aunque no les dije que ya se pueden ir, sigan tocando y no se detengan hasta que yo les diga”. El tipo ya no era simpático, sino que tenía cara de encabronado. Comenzó a hacer payasadas como apuntarnos con su arma y a tirar balazos junto con sus amigos; se veía que nos querían meter miedo y sí lo lograron. Eran como 15 personas, hombres y mujeres: pisteaban, bailaban y loqueaban ―inhalaban cocaína―. Esa vez tampoco nos quisieron dar comida ni agua, pero aparte ya no nos pagaron las siete horas más que tocamos. Cuando quise cobrar me dijo el tipo: “¡Ya no hay dinero, sáquese a la chingada!” Prácticamente nos tuvieron secuestrados ambientándoles la reunión. Unos cinco mil pesos fue lo que nos quedaron debiendo. No denunciamos, ¿para qué nos ponemos con Sanzón a las patadas?
La verdad es que hay gente muy mala en este ambiente. Una noche nos invitaron a un ejido. Todo estaba de maravilla hasta que al vocalista se le ocurrió pedir cerveza. “Oiga, podría alcanzarme una cervecita”, le dijo a una señora que iba pasando. A los minutos llega el marido súper encabronado, borracho y pegado (drogado con cocaína): “¡Hijo de la chingada, si quiere una cerveza pídamela a mí, no a mi vieja!”. El pobre vocalista se puso muy asustado y agüitado porque el marido estaba aferrado a ponerle unos putazos enfrente de toda la gente. Me terminé hartando y le digo: “Mire señor, soy el dueño del grupo, vale más que se calme porque nosotros no le faltamos el respeto a nadie”. “También para ti tengo, cabrón”, me contestó y ya no aguanté: “Vámonos a la calle para darnos de chingazos si eso es lo que quiere señor”. Total que no quiso salir pero ya no estuvimos tranquilos los del grupo nomás pensando que podrían balearnos o golpearnos. Es lo malo de este trabajo, te contrata gente borracha o drogada y, sin exagerar, hasta te secuestran con pistola en mano cuando ya te quieres ir, y al final ni te pagan.
Crecí en Oviáchic, en lengua yaqui significa: el difícil, al norte de la ciudad de Obregón, Sonora. Me dicen “El Yaqui”. Desde plebe ―niño― hice mis instrumentos con botes y latas. A los 20 años me vine a la frontera y conocí a un grupo de compositores, pero yo traía el gusanito de tocar canciones no nomás escribirlas. Compré instrumentos y armé mi grupo, Yaqui Musical. Se deshizo y formé Calibre Norteño; anduvo pegando, pero también se fue a la chingada. Hoy en día tengo al grupo, Chicali Norteño.
VICENTE – GRUPO TRÉBOL
El movimiento alterado ―corriente musical en donde se enaltece con letras crudas y sangrientas la vida y hazañas de quienes viven dentro del universo del crimen organizado, sobre todo dentro de las filas del cártel de Sinaloa― volvió peligroso este trabajo. Anteriormente las personas te pedían que cantaras corridos clásicos como: “Pistoleros famosos”, “Laurita Garza”, “El federal de caminos”. Hasta ahí no había problema. Pero ahora con los corridos alterados ya todos se creen narcos o sicarios, hasta el que menos tiene se siente poderoso. Ya tampoco se baila o come, ahora nomás son borracheras con morras y batos tomando cerveza y metiéndose cocaína, sentados, alucinando que llevan una vida repleta de dinero, armas y lujos; no importa que esa vida dure lo que dura la canción. Matazón, drogas y enaltecer a un pesado —miembro del crimen organizado— con súper poderes que puede acabar con 30 policías él solo, porque ya ni en las canciones gana la ley; de eso se trata el movimiento alterado.
Hace unos meses a un amigo le dieron un balazo en la cara porque no se sabía una canción que le pedían unos muchachos en una reunión. Entre broma y en serio, le soltaron un tiro. Le entró por un cachete y le salió por el otro. Lo abandonaron afuera del IMSS en donde lo operaron; él tuvo que pagar sus curaciones y rehabilitación. Es lo malo de tocar cerca de la lumbre. Te quemas.
Nosotros procuramos no acudir a reuniones que comienzan a las dos de la mañana porque sé que son borracheras con loquera ―cocaína― que no tienen fin. Una vez teníamos nueve horas tocando y cuando quisimos irnos escuchamos: “Háblenle a otro grupo y cuando llegue los dejamos ir”. Es el problema con las reuniones de chacalosos (narcotraficantes), son a puerta cerrada y no se abre hasta que ellos digan o simplemente te avisan: “Van a dejar de tocar cuando nos cansemos”, pero nunca se cansan porque está inhalando cocaína. El año pasado en una fiesta nos pidieron cumbias y se nos ocurrió prender unas luces giratorias y ¡nombre!, parecían conejos escondiéndose. Rápido llegó un hombre que nos dijo: “Luces no, apágalas por favor y no las vuelvas a prender”. Lo que pasaba era que había gente armada entre el público y en las esquinas de la casa vigilando. Todos muy trajeados pero discretamente armados con cuernos de chivo. En las mesas había botellas de whisky, cognac y cocaína en platos como si fueran nachos.
Para prevenir tragedias, si se arma la balacera, debemos tirarnos pecho a tierra. Y para no tener problemas no debemos cruzar la línea cliente-empleado. A mis músicos les tengo prohibido bailar y convivir con mujeres de la fiesta porque nunca sabemos si está con un acompañante o si quiere darle celos a su marido que quién sabe quién es.
En una ocasión fuimos a tocar a un cumpleaños y en el medio tiempo nos invitaron a cenar. Estábamos comiendo y se sienta junto a mí una muchacha medio borrachita, de pronto me comienza a acariciar la pierna con su pie bajo la mesa; yo no dije nada, me quedé callado pero el marido que estaba como a seis metros de nosotros se dio cuenta de todo y le gritó: “¡Párate y vente para acá, te estoy hablando!” Al rato salí al auto y cuando iba de regreso a la fiesta el marido se me pone enfrente y me dice: “¿Qué traes con mi vieja, puto?” “Mira compa, yo no sé nada, yo estoy aquí tocando, a eso me dedico”, le contesté. De suerte estaba el suegro que arregló la situación pero ya no toqué a gusto por la tensión de que pudiera haber pleito.
Al finalizar la actuación le dije a mis compañeros que me subiría a la camioneta y que ellos recogieran el equipo y los instrumentos para ya no tener problemas. Pensé: “Le llego a dar un chingazo y me terminará golpeando el primo, el tío, el hermano y toda la familia”, y sobre todo, se correrá el rumor de que el grupo es conflictivo.
Cuando muera quiero que me toquen la de “Sherry” ―de The Four Seasons― o una que compuse yo que se llama, “La última vuelta”. Tengo como 28 años de músico, aparte doy clases de música en secundaria, hago reparaciones de carrocería y presentaciones los fines de semana en bodas y quince años.
MELQUIADES – INVASIÓN NORTEÑA
Soy de Cosalá, Sinaloa. Toco el acordeón desde los años 70 porque un tío me enseñó. A la frontera llegué como muchos, buscando dinero. Al inicio me iba muy bien con la música pero cada vez sale menos dinero. Los putos karaokes tienen la culpa. Ya cualquier pendejo agarra un micrófono y siente que sabe cantar. La norteña es una música con un público peligroso. Con decir que he tocado en reuniones, en Sinaloa, en donde estuvo Rafael Caro Quintero y en otra ocasión los hermanos Arellano Félix, en Tijuana, pero eso lo sabemos hasta que ya nos fuimos de la reunión, en este ambiente te metes en peligro sin darte cuenta.
Una vez fuimos a tocar a una misa de la Santa Muerte en un rancho entre las montañas de La Rumorosa. Tocamos nueve horas y cuando yo, que cantaba, dije que ya estaba muy cansado, me tiraron al suelo y me patearon entre varios cabrones; uno de ellos hasta me orinó las botas. Luego me pusieron de rodillas y así tuve que cantar dos canciones con todo y acordeón hasta que me pusieron de pie para que tocara mejor. “Va tocar porque yo quiero y no le voy a pagar, ¿cómo la ve?”, me dijo muy amachado con el arma fajada en la cintura el que horas antes muy amablemente nos había contratado. 12 horas en total fue lo que tocamos y no nos pagaron.
De todo me ha pasado en este ambiente. Hace unos años nos citaron en una carretera cerca del aeropuerto. Ahí fueron por nosotros unos hombres que nos pidieron que los siguiéramos. Habíamos avanzado un kilómetro cuando se detienen y nos bajan de nuestro vehículo. Nos vendan los ojos y nos cambian a una camioneta. A los minutos llegamos a un rancho y nos quitan los celulares. Nos tuvieron todo un fin de semana cantando. Nos daban comida y cerveza, pero no podíamos avisar a nuestra familia cuando volveríamos.
Aparte del karaoke algo que vino a arruinar el ambiente norteño fue la cocaína lavada de sabor. Antes te dabas unos pasecitos para aguantar la jornada musical, pero desde que llegó la lavada valió madres, esa no sirve de nada, la chila es la original porque sí te quita el sueño. Esto es un arte con el que uno se dedica a complacer al público, pero cuidado si una mujer se te arrima mucho. En esos casos uno debe apartarse porque nunca se sabe de quién es amante. Créeme que no es agradable estar tocando con una pistola apuntándote a la cabeza porque alguien se puso celoso de ti. Ya me pasó y nomás no me dispararon porque Dios no lo quiso. En este asunto de la música norteña uno debe portarse bien porque hay mucho perico ―cocaína― y cerveza y el ser humano que te contrata enloquece con las dos cosas. Un consejo que yo le daría a los jóvenes que se inician en esto es que no sean los típicos músicos cargados que nomás quieren estar periqueando y bebiendo cerveza gratis a costillas del cliente.
HÉCTOR – ILUMINADOS DEL NORTE
“He tenido que tocar hasta 27 horas seguidas porque entre amenazas así lo ha pedido el cliente y ahí no hay mucho que hacer”, dice Héctor. Foto: Jorge Damián Méndez Lozano vía Vice
En una ocasión habló un hombre al teléfono celular para contratarnos. Pregunté cómo sabía de nosotros solamente para saber a qué atenerme. “Los vimos tocar en una fiesta y nos gustó mucho”, contestaron. Quedé medianamente conforme con la respuesta pero cuando le pedí que me dieran la dirección de la reunión me explicó que debíamos esperar a que fueran por nosotros a un punto sobre la carretera. Sentí una mala vibra pero a veces uno ocupa el dinero y ni modo, se debe tomar el riesgo.
Llegaron dos camionetas: una se fue enfrente de nosotros y la otra atrás, como para que no huyéramos. Todo era extraño en la supuesta fiesta. Había hombres encapuchados y armados con metralletas, pero también sus esposas y sus hijos. Nadie parecía disfrutar la reunión, se veían preocupados, inquietos, como si algo estuviera a punto de pasar o alguien a punto de llegar. No bebían mucha cerveza, creo que nosotros estábamos tomando más. Tampoco nos pedían canciones o cantaban o hacían el intento de bailar como es la costumbre. Era una fiesta fea y triste, como una anciana sumamente maquillada que llora sin parar. Los hombres encapuchados se metían cocaína sin quitarse el pasamontañas enfrente de sus hijos, pero con nosotros no se metían, es más, ni volteaban a vernos. De todos modos también estábamos tensos y nerviosos esperando una ráfaga de balazos o que llegara el ejército y nos detuviera a todos. Por eso para no tener invitaciones de ese tipo es que tratamos de no interpretar narcocorridos.
He tenido que tocar hasta 27 horas seguidas porque entre amenazas así lo ha pedido el cliente y ahí no hay mucho que hacer. Recuerdo una vez que nos llevaron a un ejido y nos encerraron bajo llave en una tipo hacienda. Del viernes en la noche hasta el domingo en la madrugada estuvimos tocando sin parar. Nomás iba al baño y tomaba agua. Los clientes solamente eran seis narcos, armados, que se metían mucha cocaína y se turnaban para dormir unas horas. Dos de mis compañeros sí se estuvieron metiendo polvito para aguantar. Terminé encabronado y les dije a los narcos: “Oigan, no se vale, ustedes duermen y se retacan de coca la nariz y yo nomás de pendejo cante y cante; no soy sonido disco”.
Sé de memoria unas 2 mil 500 canciones. Es bueno saberte muchas rolas porque la clientela se ofende cuando no te sabes una que te piden, en el fondo piensan que no quieres cantarla. Y eso da pie a que, ya borrachos, quieren quitarte algún instrumentos para tocarlo ellos como si fuera un simple juguete o a que te quitan el sombrero para tomarse fotos ; eso es algo de muy mal gusto, pero de plano cuando te escupen la cara sí hay que tomar medidas.
Me gusta el grindcore. A veces me dedico a vender botas y sombreros a crédito. Pienso que los nuevos narcocorrido son más violentos y directos, por eso quienes los escuchan están más enfermos de la mente. Nací en la sierra de Sinaloa cerca de Durango. En este ambiente hay peligro por todos lados. Si una muchacha en una fiesta te hace ojitos, te halaga o te saca a bailar, uno no debe seguirle el rollo porque normalmente son mujeres enojadas con el esposo al que le quieren dar picones ―celos―. Qué tal si es un narco y se enoja, ya ves lo que le pasó a Sergio de K-Paz de la Sierra.
JUAN – LOS ESTEROS
En este trabajo hay todo tipo de clientes y peligros que hacen que nuestra vida penda de un hilo. Clientes que no pagan cuentas de 7 mil pesos por sus huevos y ni demandarlos porque no hay contrato de por medio. Clientes que nos disparan a los pies con su rifle de alto calibre porque nos ven como bufones. Y clientes que nos apuntan con su pistola mientras cantamos y esperamos un balazo en la frente porque el bato anda muy loco ―drogado―, metiéndose coca y fumando mota.
A veces no es solamente la falta de paga sino que no te dejan ir, sobre todo si estás a las afueras de la ciudad. Ya una vez nos pasó. Nos tuvieron encerrados dos días y en el tercero, en la madrugada, se quedaron dormidos pensando que no nos escaparíamos porque tenían bajo llave nuestros instrumentos, pero nos valió madre. Ni modo. Tuvimos que abandonar nuestras cosas e irnos corriendo por una brecha. Perdimos paga y equipo. Es el problema de cantar en fiestas de mañosos que no sabes que lo son. Como dicen, caras vemos, corazones no sabemos.
Hace tiempo nos llamaron a una reunión —por decirlo de alguna manera—, porque ni alcohol había, solamente bebidas energéticas y té helado. Eran cuatro muchachos en la sala de una casa jugando un videojuego de karate y peleas. No estaban solos, había dos prostitutas. De vez en cuando las muchachas nos volteaban a ver porque la escena era ridícula: muchachos jugando con la televisión, nosotros tocando música norteña y ellas sentadas, viendo y sin hablar. Estuvimos así un rato hasta que los dos muchachos que habían perdido más juegos debían cumplir su castigo. El castigo era cogerse a las chicas frente a todos y al mismo tiempo cantar la canción, Javier Torres de los Llanos ―en referencia al ex capo del cártel de Sinaloa, Javier Torres Félix― , del grupo Calibre 50, mientras nosotros la tocábamos.
Soy de Michoacán. A mediados de los años 80 me vine a la frontera y conseguí documentos para trabajar en Estados Unidos. Me establecí en Coachella ―a una hora y media de la frontera de Mexicali―. Ahí me dediqué a sembrar cilantro, uva, chile y dátil y como siempre me ha gustado la música norteña, por las tardes ensayaba a veces con un grupo, a veces con otro. En esos años conocí a Chalino Sánchez, porque a veces contrataba músicos para que lo acompañaran en sus presentaciones que hacía en Coachella. Yo estaba tocando con él cuando lo quisieron matar en el restaurante Los Arcos. Siempre se ponía sus pistolas y sus carrilleras, eso lo salvó. Por eso siempre digo que en este trabajo hay todo tipo de clientes y peligros que hacen que nuestra vida penda de un hilo. Si Chalino Sánchez era cobrador de cuentas y matón, ese es otro asunto, porque la verdad era un buen compañero. Vice Media