Noticias de Yucatán
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Después de seis años de haberse hecho el muerto, Juan Manuel, un estudiante de enfermería, habla sobre la noche en que una banda satánica lo pensó sin vida y lo enterró en el panteón, tras clavarle un desarmador en la cara, dejarle caer un block en la cabeza, aventarlo a un arroyo y casi degollarlo. Esta es la historia de un muerto viviente, del Renacido Saltillense…
Ciudad de México, 17 de abril (SinEmbargo/Vanguardia).- En el último puño de tierra que caía sobre su rostro clamó a Dios en silencio: “¡Que no se den cuenta que sigo vivo!, ¡que terminen de enterrarme ya para que se vayan!” pensó mientras respiraba inmóvil apretando los dientes para no ahogarse con la tierra. Era la noche de un 24 de enero del 2010. La noche más negra de su vida. La noche en que sintió morir tres veces. La noche en que renació.
Juan Manuel Encina Lara parecía un muerto. Luego de haber sido golpeado, navajeado, embolsado y tirado en un arroyo, parecía un muerto. Lo arrastraron hasta el final del cementerio y comenzaron a enterrarlo hasta el cuello, dejando al descubierto su cabeza sangrante como trofeo para la selfie.
Hubo tiempo en esa madrugada fría de domingo para cuatro disparos de fotos, cuatro selfies sobre su cadáver, en diferentes poses, sonriendo, serios, triunfantes. Luego cubrieron su rostro de tierra y saltaron sobre su cuerpo para que quedara bien sellado, nada al descubierto, la tierra compacta como la de cualquier tumba del camposanto al nororiente de Saltillo.
Su calvario inició 90 minutos antes y lo único que desea es que lo dejen en paz bajo tierra. La salvación por la que suplica es el viaje al inframundo.
“En ese momento no pensé nada, sólo quería que todo terminara, que dejaran de golpearme. Nunca me imaginé que me enterrarían en el panteón. Cuando salí de la tumba no fue algo que estuviera pensando, simplemente salí…
“Me dicen que lo que me salvó fue que me enterraron. Es decir, la tierra en las heridas taponeó las hemorragias, por eso no me desangré”.
Como no pudieron cortarme la cabeza me dejaron tirado adentro de la casa en construcción. Yo me hacía el muerto y de pronto se fueron. No podía salir corriendo porque los escuchaba cerca, pero principalmente porque el cuerpo no reaccionaba”.
PRIMERA MUERTE
SÁBADO 23 DE ENERO DEL 2010.- Estudiante del segundo semestre de la Licenciatura en Enfermería de la Universidad Autónoma de Coahuila, a los 19 años, Juan Manuel quería pertenecer a una banda de rock. La fascinación musical le viene de familia, pues sus tíos tienen un grupo regional.
Después de su anhelo infantil de ser soldado, la batería y la guitarra son su pasión más grande, por eso cuando una compañera de estudios prometió integrarlo a un grupo rockero no dudó en acudir a la fiesta en la colonia Bonanza, esa noche de sábado, aunque no conocía a nadie más. “Quería que mi novia se sintiera orgullosa al darle la sorpresa que ya estaba en una banda”.
Llegó a las 11 y media de la noche en taxi; ahí, la compañera que lo invitó lo ignoró todo el tiempo, se sentía incómodo porque no conocía a nadie más y nada se hablaba sobre la integración de la banda. Pasó un par de horas tratando de conversar con algunos de los jóvenes, pero sólo ligó unas cuantas frases de cortesía. Más de 20 personas y alcohol sin límite; el verde se roló por todo el lugar, por cada rincón de mano en mano, de boca en boca.
Ya pasadas las 3 de la mañana del domingo, cuando casi todos se habían retirado, un joven decidió ir a tomar un taxi; él aprovechó para decir que también.
Nada extraño había notado hasta el momento en la conducta de los jóvenes y su amiga, pese a que en la casa había objetos relacionados con el satanismo. Y es que entre los rockeros son bastante comunes las imágenes oscuras, siluetas de muertes y demonios.
Cuando caminan a la avenida Jesús Valdés Sánchez, una arteria que lleva hasta el centro de Saltillo, sólo quedan tres jóvenes, su amiga y otra chica, y todos se ofrecen a acompañarlo. Salen del cruce en Cobre y Estaño.
Luego de 100 metros por la calle, a la altura de unas casas en construcción, uno de los rockeros entra al lugar “para mear”. Juan Manuel aprovecha para lo mismo y en ese momento surge su primera sospecha de que algo está mal, pues las dos chicas entran con ellos.
Mientras uno de los jóvenes parado frente a él lo entretiene con una pregunta, otro se abalanza a sus espaldas y le lanza un block a la cabeza.
“Volteo y veo que otro de los chavos me estaban lanzando un block a la cabeza. Todo me da vueltas, completamente aturdido caigo de espaldas. Ahí todos me empiezan a golpear con los puños, pies, con palos, tubos y objetos filosos.
No puede describir con exactitud la golpiza porque fueron muchos minutos. Le clavaban algo que cree eran navajas o cuchillos en todo el cuerpo. Llega un golpe seco en el ojo derecho y un intenso dolor, como nunca antes había imaginado.
“Trataba de pararme y en algún momento me llevo la mano al ojo y toco lo que creo era un desarmador clavado hasta el fondo. Lo saqué como puede, de un solo jalón. Di un grito muy fuerte porque me dolía demasiado. En todo ese tiempo ellos no dejaban de golpearme”.
Siente que con el desarmador se van los sesos, el cerebro, las neuronas, los recuerdos más entrañables y la conciencia del aterrador momento. Pero no: los tubazos, tablazos y patadas le recuerdan que sigue vivo para la tortura.
Cinco, seis o más minutos de brutales golpes; de hundir navajas y cuchillos a muerte. Usan una tabla con un clavo en la punta que da blanco en varias ocasiones en la cabeza y espalda.
No se detendrían hasta verlo muerto y piensa en fingir, pero el descomunal dolor le impide dejar de gritar, quejarse, llorar. De pronto, su cuerpo comienza a adormecerse por tantas laceraciones. Deja de sentir que le arrancan la piel y entonces se aferra a ser cadáver.
“No me quedaba de otra y entonces me hice el muerto. Me seguían pegando con todo y yo no me movía, no me quejaba, nada, pero no les importaba y seguían”.
En ningún momento pierde el conocimiento; se escapan algunos detalles porque está oscuro y la sangre se mezcla con lágrimas, saliva y el flujo nasal, pero se acuerda de todo lo que decían: ¿Traes el bisturí?; ¡Dale (con la navaja) en la espalda!; No se puede, ¡tiene la piel bien dura!; ¡Córtale la cabeza! Todo escucha sin poder reaccionar.
¿Qué hacer si te ponen una navaja en el cuello y empiezan a cortar para decapitarte? Bueno, es arrancarle la cabeza a un “muerto”.
“Mientras uno me sujetaba pensando que estaba muerto, otro intentaba cortarme la cabeza, pero yo la dejaba caer y pegaba la cara al cuello… por eso batallaba mucho, además que la navaja no tenía filo y no cortaba; sólo me dejó unas marcas que no se ven porque traigo barba.
“Como no pudieron cortarme la cabeza me dejaron tirado adentro de la casa en construcción. Yo me hacía el muerto y de pronto se fueron. No podía salir corriendo porque los escuchaba cerca, pero principalmente porque el cuerpo no reaccionaba”.
SEGUNDA MUERTE
Pasa unos 20 minutos tirado, cuando los agresores regresan a seguir golpeando. Escucha cuando deciden meterlo en unas bolsas de plástico negro para luego arrastrarlo hasta un arroyo seco, en donde lo tiran; cae unos siete metros.
“Me metieron a las bolsas y me llevaron arrastrando como 100 metros. Ahí casi me descubren porque se me salió un quejido cuando me golpeé en la cara con una piedra, pero pues no se dieron cuenta”.
En el fondo del arroyo por primera vez la impotencia y el razonable enojo superan al dolor y desconcierto: “¿Qué está pasando?, ¿por qué me golpean?, ¿qué hice?”.
Sólo 15 minutos dura la reflexión, pues los agresores bajan por el cuerpo para seguir golpeándolo mortalmente.
“Me arrastraron hasta la barda del panteón a unos 100 metros. No podía reaccionar, no podía quejarme, no podía hacer nada con lo que se dieran cuenta que estaba vivo, por eso algunas cosas no las veía, porque tenía los ojos cerrados. Sentí que me aventaron por una barda y caí al terreno del cementerio”.
TERCERA MUERTE
Adentro del panteón lo arrastran unos 50 metros. Ahí, golpean el cuerpo con saña irracional, autómata, y empiezan a cavar al lado de una tumba que está al ras del suelo, aún en los días de hoy sin lápida ni mausoleo, con una humilde cruz de madera vieja sin nombre.
Escarban y lo meten, echan tierra hasta el cuello y le toman fotos sepultado con la cabeza de fuera. Luego cubren todo. Aplanan torpemente la tierra con sus pies, se paran encima del cuerpo y saltan para presionar; se ríen.
Sepultado, apretando los dientes, puede respirar porque la máscara de tierra es delgada y con filtraciones.
“Escuchaba todo: ‘Córrele, ya quedó enterrado’; ‘ya no se ve, parece una tumba… ya vámonos’. Y oí los pasos de cómo se iban corriendo, hasta que ya no escuché nada”.
Finalmente los agresores se van, pensando que la tumba de Juan Manuel pasará como una más dentro del panteón. Sólo entonces agradece ya no ser torturado y morir tranquilo.
Pero la Madre Tierra es piadosa. Pasados unos 10 minutos, y como lo enterraron con los brazos cruzados a la altura del pecho, llegan fuerzas a sus manos para quitarse la tierra de la cara, de la nariz y para tomar bocanadas de vida.
“Cuando retiré con la mano la tierra de mi boca, dormité no sé cuánto tiempo, creo unos 20 minutos. Recobré el sentido, no lo pensé y sólo me levanté de un solo movimiento. No sé de dónde saqué las fuerzas para salir”.
A tumbos se oculta entre las lápidas, las cruces y flores. Para entonces son las 4:30 de la madrugada y se mantiene escondido por miedo a que regresen; la energía no alcanza para correr y pide ayuda a las casas de atrás, esas que tienen sus patios a sólo seis pasos de donde fue sepultado.
Trata de por lo menos recobrar el equilibrio, pues siente que la cabeza le va a estallar, como si con cada golpe, cada navajazo, le hubieran inyectado aire nauseabundo que quiere reventar toda célula. El cuerpo sigue adormecido.
Nadie le contesta, ningún vivo. Se orienta por el ruido de los autos hacia la salida del panteón; llega a la puerta, hasta la reja con candado; intenta pasar arrastrándose por abajo, pero sólo pude sacar las piernas y queda atorado.
Así hasta las 8 de la mañana. Con esa imagen se topan muchas personas al pasar por el panteón en una fresca mañana de domingo: Un cuerpo colgado en la reja principal cubierto de sangre y tierra, que llora y suplica, que lanza lamentos.
“Como a 10 metros de donde estaba, por la calle pasaron tres señoras y yo les gritaba ‘¡Ayuda!’ , pero no se detuvieron. Pasaron varios carros, ¡hasta una patrulla de Policía!, pero no me oían. Pasó un carro y ellos sí me vieron, pero sólo me hicieron una seña con la mano como de ‘Vete a la chingada’ o algo así, yo creo pensaron que estaba borracho. Finalmente llegó el velador del lugar y le habló a la Policía y a la Cruz Roja”.
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Fue un domingo 24 de enero del 2010 cuando, tras ser lapidado y sepultado, Juan Manuel “renació”.
“En el hospital vomité mucha tierra y en el lavado de estómago que me hicieron siguió saliendo mucha tierra por la boca y la nariz. ¿Lo primero que me dijeron mis papás? Al primero que vi fue a papá, luego a mamá… no tenían palabras, estaban atónitos, no sabían qué pensar, sólo querían saber que estaba bien”.
Luego vino una recuperación clínica tortuosa y un viacrucis legal que terminó el 03 de marzo de ese mismo año, tras acusaciones mutuas.
El caso conmocionó a la ciudad. Fue nota prioritaria en la agenda de los medios. Que si los rockeros estaban en rito satánico; que si Juan Manuel intentó abusar a una de las chicas y por eso lo “asesinaron” y sepultaron; que si hubo drogas en todos… esas y otras especulaciones se debatieron durante semanas.
Vacíos, contradicciones, luces y contraluces hicieron de la historia referencia mediática y tema recurrente de conversaciones.
Al final, las autoridades deslindaron responsabilidades y los involucrados llegaron a una conciliación que puso fin a este episodio jurídico. Nadie fue encarcelado. Desde entonces, seis años ya, su afán es aprovechar esta segunda oportunidad.
Nada fácil ha sido. Primero tres años de caída libre en una profunda depresión, pues aunque de inmediato regresó a la escuela de Enfermería y recuperó clases, tuvo que pasar por un punto de quiebra.
Pese al apoyo profesional y de toda su familia, la noche en que murió tres veces lo llevó al fondo lentamente: Por la depresión y estrés postraumático rompió con su novia –a la que quería enorgullecer al integrarse a una banda de rock— y abandonó los estudios en el séptimo semestre. No sabía cómo retomar su vida.
“Me deprimí muchísimo, sobre todo al principio cuando veía cómo quedé físicamente: Todo cortado en la cara, espalda, las manos, la cabeza… heridas en todo el cuerpo. Yo creía que así iba a quedar, deforme, pero ya ve, muchas cicatrices casi ni se notan”.
Sentía culpabilidad de lo ocurrido por su anhelo de pertenecer a una banda, por envidiar a otros que sí tocaban en los escenarios. Primero tuvo que perdonarse a sí mismo para iniciar la recuperación.
“Tuve que ir a terapias con el psiquiatra y tomé antidepresivos; alguna vez me llevaron a hablar con el sacerdote. A los dos años terminé con mi novia, en algo tuvo que ver todo eso para que rompiéramos porque afectó la vida de los dos. Lo más importante es que uno mismo ponga todo de su parte porque no le podemos dejar a las terapias todo, a los demás”.
Incluso se enfrentó a volver a ser enterrado en vida: En el 2013 durante unas vacaciones en la playa de Guayabitos, Jalisco, su hermano jugó a cubrirlo de arena. No hay pedo, dale… eso ya pasó. Le dijo él divertido al dar su aprobación.
Antes y después de la más negra de sus noches, un sueño ha sido recurrente. Muere y ve a su familia: “Estoy ni en el cielo ni en el infierno. Un purgatorio sí se pudiera decir, o sea veía a todos y nadie me veía… si pudiera decir sobre una balanza, diría que con el cielo, porque soñaba muchas luces blancas”.
Claro que Juan Manuel tenía sed de venganza, quería desquitarse, cobrarles lo que le habían hecho, y aunque eso ha quedado atrás, no significa que los haya perdonado: Eso no se perdona nunca, dice.
“Incluso me he topado a uno de los chavos en algún bar. Una vez él me vio e intentó saludarme, pero pues no, y entonces ya se fue. A la chava también me la he topado algunas veces aquí en el Centro, pero ni en cuenta. La vida sigue y hay que continuar”.
Hoy, a los 25 años, recién graduado y tras realizar el servicio social en el Hospital General de Saltillo, espera una oportunidad de trabajo y realizar su sueño profesional.
El rock sigue siendo su pasión y aunque todavía sueña con tocar en una banda, sus prioridades cambiaron y ahora se enfoca en encontrar un trabajo.
–Hasta puedes hablar de esto y reírte ¿Cómo se logra?–
“Por todo eso, las terapias y el apoyo, pero principalmente por uno mismo. En mi familia hasta me hacen bromas. A veces me dicen ‘El Undertaker’, jajaja”.
–Mientras fingías estar muerto y te seguían golpeando, mientras te enterraban en vida ¿pensaste en Dios?–
“La verdad sí, sí me pasó”.
–¿Y desde entonces vas más a la iglesia? ¿te acercaste más a Dios?–
“Creo en Dios, pero la verdad no es que me haya acercado más a él debido a esto”.
–¿Sientes que has aprovechado al máximo cada instante de la segunda oportunidad que te dieron?–
“Hago lo más que puedo y estoy agradecido por ello”.
–¿Crees que tu historia puede dar esperanza a las víctimas de algún delito, a los familiares de desaparecidos o a cualquier persona que tiene una segunda oportunidad de vida?–
“Puede ser. Ojalá le sirva a alguien”.
–Te sigue gustando el rock ¿Qué mensaje le darías a los jóvenes que en estos momentos buscan experiencias metaleras?–
“Deben saber que como en cualquier ambiente hay gente metida que tiene prácticas insanas, que se desvían en asuntos que no tienen nada que ver con la música, que andan en rollos de satanismo… eso no sucede sólo en las películas. Fíjense bien con quién se juntan. En general, en su vida sean precavidos porque siempre hay gente con ondas malas.
El hermano menor de Juan Manuel tiene 20 años y toca en una banda norteña en Saltillo. Nunca hasta ahora ha sufrido episodios de violencia o agresión.
“Trato de disfrutar mucho; salgo a algún bar, a fiestas, siempre con extremo cuidado. Me gusta mucho disfrazarme en Halloween”.
–¿Y de qué te disfrazas?–
“De muchas cosas, de personajes…”.
–¿De zombie?–
“¿De zombie?… No… Jajaja, ¡Estaría bueno!”.
–¿Te gusta el cine?–.
“Sí, me gusta mucho”.
–¿Ya viste “El Renacido”?–.
“No, pero la voy a ver”.
VULEVE A LA TUMBA
05 DE ABRIL DEL 2016.- Es mañana de martes y nos trasladamos al Panteón de Dolores. Juan Manuel hace por primera vez el recorrido de la muerte al que fue sometido hace seis años.
Salimos de su casa en la colonia Buenavista al sur de Saltillo y en el trayecto seguimos conversando. Pensar que pudo haber sido una estadística más de los casi 28 mil casos en México que reporta el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas tras la “Guerra contra el Narco”, del 2007 a la fecha.
No tiene problema con los panteones, aunque nunca le ha gustado ir, pero no es por lo que ocurrió.
Nos acompaña Leonardo Encina, su padre. Juan Manuel da detalles de lo que puede recordar, pisa el mismo suelo en que fue sepultado, camina entre las tumbas, entre los muertos que lo protegieron, que lo cobijaron esa fría madrugada en que los vivos quisieron mandarlo prematuramente a otro mundo.
Voltea al cielo que lo arropó y recorre el camino hacia su “resurrección”, esos 165 pasos desde donde lo sepultaron hasta la reja en que fue rescatado.
“Creo en un Dios creador de todo, pero no creo en la resurrección. Sólo se nos da una vida, tal vez una segunda oportunidad como a mí y a muchas otras personas, pero cuando la vida se acaba… se acaba”.
Sigue sin encontrar respuestas: ¿Por qué le hicieron esto?, ¿era parte de un ritual de satanismo?, ¿una prueba?, ¿un juego que salió mal?, ¿por qué no murió y quién le dio las fuerzas para salir de la tumba?
Los golpes que le dieron fueron mortales, muchos, y ni una secuela grave dejaron, no tocaron ninguna órgano vital. Hay muchas personas que con solo golpe así, mueren.
“¿Justicia? Andan como si nada afuera; sólo los que tienen dinero tienen su justicia. Creo en la Justicia Divina… y ya en su momento llegará. Sigo mi vida con esa espina de resentimiento por la injusticia, pero el tiempo es la mejor medicina.
“Agradezco incluso a los que dudaron de mí y me criticaron, a las personas cercanas a quienes me hicieron esto. Les agradezco, ya que eso también me ayudó a salir adelante a pesar de las críticas a mi persona”.
Mira fijamente las tumbas, las cruces que lo protegieron del halo de oscuridad que guió a sus cinco agresores.
Y bajando un poco la voz, como en secreto, dice que esas energías negras siguen moviendo los mismos hilos de aquella madrugada.
En su casa, Juan Manuel reflexiona sobre otras cicatrices en su cuerpo.
–¿Qué significan tus tatuajes?–
“Todos tienen que ver con momentos y situaciones de mi vida. Éste –se descubre el bíceps izquierdo– es un velero que va dejando atrás una tormenta con la leyenda ‘Be Strong’ y simboliza esa etapa difícil de mi vida”.
–Pero ya saliste de todo esto ¿Cuándo te lo tatuaste?–
“En noviembre del año pasado (apenas hace cuatro meses)”. Fuente VANGUARDIA.
La nota cuando ocurrió este increíble hecho:
Después de seis años de haberse hecho el muerto, Juan Manuel, un estudiante de enfermería, habla sobre la noche en que una banda satánica lo pensó sin vida y lo enterró en el panteón, tras clavarle un desarmador en la cara, dejarle caer un block en la cabeza, aventarlo a un arroyo y casi degollarlo. Esta es la historia de un muerto viviente, del Renacido Saltillense…
Ciudad de México, 17 de abril (SinEmbargo/Vanguardia).- En el último puño de tierra que caía sobre su rostro clamó a Dios en silencio: “¡Que no se den cuenta que sigo vivo!, ¡que terminen de enterrarme ya para que se vayan!” pensó mientras respiraba inmóvil apretando los dientes para no ahogarse con la tierra. Era la noche de un 24 de enero del 2010. La noche más negra de su vida. La noche en que sintió morir tres veces. La noche en que renació.
Juan Manuel Encina Lara parecía un muerto. Luego de haber sido golpeado, navajeado, embolsado y tirado en un arroyo, parecía un muerto. Lo arrastraron hasta el final del cementerio y comenzaron a enterrarlo hasta el cuello, dejando al descubierto su cabeza sangrante como trofeo para la selfie.
Hubo tiempo en esa madrugada fría de domingo para cuatro disparos de fotos, cuatro selfies sobre su cadáver, en diferentes poses, sonriendo, serios, triunfantes. Luego cubrieron su rostro de tierra y saltaron sobre su cuerpo para que quedara bien sellado, nada al descubierto, la tierra compacta como la de cualquier tumba del camposanto al nororiente de Saltillo.
Su calvario inició 90 minutos antes y lo único que desea es que lo dejen en paz bajo tierra. La salvación por la que suplica es el viaje al inframundo.
“En ese momento no pensé nada, sólo quería que todo terminara, que dejaran de golpearme. Nunca me imaginé que me enterrarían en el panteón. Cuando salí de la tumba no fue algo que estuviera pensando, simplemente salí…
“Me dicen que lo que me salvó fue que me enterraron. Es decir, la tierra en las heridas taponeó las hemorragias, por eso no me desangré”.
Como no pudieron cortarme la cabeza me dejaron tirado adentro de la casa en construcción. Yo me hacía el muerto y de pronto se fueron. No podía salir corriendo porque los escuchaba cerca, pero principalmente porque el cuerpo no reaccionaba”.
PRIMERA MUERTE
SÁBADO 23 DE ENERO DEL 2010.- Estudiante del segundo semestre de la Licenciatura en Enfermería de la Universidad Autónoma de Coahuila, a los 19 años, Juan Manuel quería pertenecer a una banda de rock. La fascinación musical le viene de familia, pues sus tíos tienen un grupo regional.
Después de su anhelo infantil de ser soldado, la batería y la guitarra son su pasión más grande, por eso cuando una compañera de estudios prometió integrarlo a un grupo rockero no dudó en acudir a la fiesta en la colonia Bonanza, esa noche de sábado, aunque no conocía a nadie más. “Quería que mi novia se sintiera orgullosa al darle la sorpresa que ya estaba en una banda”.
Llegó a las 11 y media de la noche en taxi; ahí, la compañera que lo invitó lo ignoró todo el tiempo, se sentía incómodo porque no conocía a nadie más y nada se hablaba sobre la integración de la banda. Pasó un par de horas tratando de conversar con algunos de los jóvenes, pero sólo ligó unas cuantas frases de cortesía. Más de 20 personas y alcohol sin límite; el verde se roló por todo el lugar, por cada rincón de mano en mano, de boca en boca.
Ya pasadas las 3 de la mañana del domingo, cuando casi todos se habían retirado, un joven decidió ir a tomar un taxi; él aprovechó para decir que también.
Nada extraño había notado hasta el momento en la conducta de los jóvenes y su amiga, pese a que en la casa había objetos relacionados con el satanismo. Y es que entre los rockeros son bastante comunes las imágenes oscuras, siluetas de muertes y demonios.
Cuando caminan a la avenida Jesús Valdés Sánchez, una arteria que lleva hasta el centro de Saltillo, sólo quedan tres jóvenes, su amiga y otra chica, y todos se ofrecen a acompañarlo. Salen del cruce en Cobre y Estaño.
Luego de 100 metros por la calle, a la altura de unas casas en construcción, uno de los rockeros entra al lugar “para mear”. Juan Manuel aprovecha para lo mismo y en ese momento surge su primera sospecha de que algo está mal, pues las dos chicas entran con ellos.
Mientras uno de los jóvenes parado frente a él lo entretiene con una pregunta, otro se abalanza a sus espaldas y le lanza un block a la cabeza.
“Volteo y veo que otro de los chavos me estaban lanzando un block a la cabeza. Todo me da vueltas, completamente aturdido caigo de espaldas. Ahí todos me empiezan a golpear con los puños, pies, con palos, tubos y objetos filosos.
No puede describir con exactitud la golpiza porque fueron muchos minutos. Le clavaban algo que cree eran navajas o cuchillos en todo el cuerpo. Llega un golpe seco en el ojo derecho y un intenso dolor, como nunca antes había imaginado.
“Trataba de pararme y en algún momento me llevo la mano al ojo y toco lo que creo era un desarmador clavado hasta el fondo. Lo saqué como puede, de un solo jalón. Di un grito muy fuerte porque me dolía demasiado. En todo ese tiempo ellos no dejaban de golpearme”.
Siente que con el desarmador se van los sesos, el cerebro, las neuronas, los recuerdos más entrañables y la conciencia del aterrador momento. Pero no: los tubazos, tablazos y patadas le recuerdan que sigue vivo para la tortura.
Cinco, seis o más minutos de brutales golpes; de hundir navajas y cuchillos a muerte. Usan una tabla con un clavo en la punta que da blanco en varias ocasiones en la cabeza y espalda.
No se detendrían hasta verlo muerto y piensa en fingir, pero el descomunal dolor le impide dejar de gritar, quejarse, llorar. De pronto, su cuerpo comienza a adormecerse por tantas laceraciones. Deja de sentir que le arrancan la piel y entonces se aferra a ser cadáver.
“No me quedaba de otra y entonces me hice el muerto. Me seguían pegando con todo y yo no me movía, no me quejaba, nada, pero no les importaba y seguían”.
En ningún momento pierde el conocimiento; se escapan algunos detalles porque está oscuro y la sangre se mezcla con lágrimas, saliva y el flujo nasal, pero se acuerda de todo lo que decían: ¿Traes el bisturí?; ¡Dale (con la navaja) en la espalda!; No se puede, ¡tiene la piel bien dura!; ¡Córtale la cabeza! Todo escucha sin poder reaccionar.
¿Qué hacer si te ponen una navaja en el cuello y empiezan a cortar para decapitarte? Bueno, es arrancarle la cabeza a un “muerto”.
“Mientras uno me sujetaba pensando que estaba muerto, otro intentaba cortarme la cabeza, pero yo la dejaba caer y pegaba la cara al cuello… por eso batallaba mucho, además que la navaja no tenía filo y no cortaba; sólo me dejó unas marcas que no se ven porque traigo barba.
“Como no pudieron cortarme la cabeza me dejaron tirado adentro de la casa en construcción. Yo me hacía el muerto y de pronto se fueron. No podía salir corriendo porque los escuchaba cerca, pero principalmente porque el cuerpo no reaccionaba”.
SEGUNDA MUERTE
Pasa unos 20 minutos tirado, cuando los agresores regresan a seguir golpeando. Escucha cuando deciden meterlo en unas bolsas de plástico negro para luego arrastrarlo hasta un arroyo seco, en donde lo tiran; cae unos siete metros.
“Me metieron a las bolsas y me llevaron arrastrando como 100 metros. Ahí casi me descubren porque se me salió un quejido cuando me golpeé en la cara con una piedra, pero pues no se dieron cuenta”.
En el fondo del arroyo por primera vez la impotencia y el razonable enojo superan al dolor y desconcierto: “¿Qué está pasando?, ¿por qué me golpean?, ¿qué hice?”.
Sólo 15 minutos dura la reflexión, pues los agresores bajan por el cuerpo para seguir golpeándolo mortalmente.
“Me arrastraron hasta la barda del panteón a unos 100 metros. No podía reaccionar, no podía quejarme, no podía hacer nada con lo que se dieran cuenta que estaba vivo, por eso algunas cosas no las veía, porque tenía los ojos cerrados. Sentí que me aventaron por una barda y caí al terreno del cementerio”.
TERCERA MUERTE
Adentro del panteón lo arrastran unos 50 metros. Ahí, golpean el cuerpo con saña irracional, autómata, y empiezan a cavar al lado de una tumba que está al ras del suelo, aún en los días de hoy sin lápida ni mausoleo, con una humilde cruz de madera vieja sin nombre.
Escarban y lo meten, echan tierra hasta el cuello y le toman fotos sepultado con la cabeza de fuera. Luego cubren todo. Aplanan torpemente la tierra con sus pies, se paran encima del cuerpo y saltan para presionar; se ríen.
Sepultado, apretando los dientes, puede respirar porque la máscara de tierra es delgada y con filtraciones.
“Escuchaba todo: ‘Córrele, ya quedó enterrado’; ‘ya no se ve, parece una tumba… ya vámonos’. Y oí los pasos de cómo se iban corriendo, hasta que ya no escuché nada”.
Finalmente los agresores se van, pensando que la tumba de Juan Manuel pasará como una más dentro del panteón. Sólo entonces agradece ya no ser torturado y morir tranquilo.
Pero la Madre Tierra es piadosa. Pasados unos 10 minutos, y como lo enterraron con los brazos cruzados a la altura del pecho, llegan fuerzas a sus manos para quitarse la tierra de la cara, de la nariz y para tomar bocanadas de vida.
“Cuando retiré con la mano la tierra de mi boca, dormité no sé cuánto tiempo, creo unos 20 minutos. Recobré el sentido, no lo pensé y sólo me levanté de un solo movimiento. No sé de dónde saqué las fuerzas para salir”.
A tumbos se oculta entre las lápidas, las cruces y flores. Para entonces son las 4:30 de la madrugada y se mantiene escondido por miedo a que regresen; la energía no alcanza para correr y pide ayuda a las casas de atrás, esas que tienen sus patios a sólo seis pasos de donde fue sepultado.
Trata de por lo menos recobrar el equilibrio, pues siente que la cabeza le va a estallar, como si con cada golpe, cada navajazo, le hubieran inyectado aire nauseabundo que quiere reventar toda célula. El cuerpo sigue adormecido.
Nadie le contesta, ningún vivo. Se orienta por el ruido de los autos hacia la salida del panteón; llega a la puerta, hasta la reja con candado; intenta pasar arrastrándose por abajo, pero sólo pude sacar las piernas y queda atorado.
Así hasta las 8 de la mañana. Con esa imagen se topan muchas personas al pasar por el panteón en una fresca mañana de domingo: Un cuerpo colgado en la reja principal cubierto de sangre y tierra, que llora y suplica, que lanza lamentos.
“Como a 10 metros de donde estaba, por la calle pasaron tres señoras y yo les gritaba ‘¡Ayuda!’ , pero no se detuvieron. Pasaron varios carros, ¡hasta una patrulla de Policía!, pero no me oían. Pasó un carro y ellos sí me vieron, pero sólo me hicieron una seña con la mano como de ‘Vete a la chingada’ o algo así, yo creo pensaron que estaba borracho. Finalmente llegó el velador del lugar y le habló a la Policía y a la Cruz Roja”.
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Fue un domingo 24 de enero del 2010 cuando, tras ser lapidado y sepultado, Juan Manuel “renació”.
“En el hospital vomité mucha tierra y en el lavado de estómago que me hicieron siguió saliendo mucha tierra por la boca y la nariz. ¿Lo primero que me dijeron mis papás? Al primero que vi fue a papá, luego a mamá… no tenían palabras, estaban atónitos, no sabían qué pensar, sólo querían saber que estaba bien”.
Luego vino una recuperación clínica tortuosa y un viacrucis legal que terminó el 03 de marzo de ese mismo año, tras acusaciones mutuas.
El caso conmocionó a la ciudad. Fue nota prioritaria en la agenda de los medios. Que si los rockeros estaban en rito satánico; que si Juan Manuel intentó abusar a una de las chicas y por eso lo “asesinaron” y sepultaron; que si hubo drogas en todos… esas y otras especulaciones se debatieron durante semanas.
Vacíos, contradicciones, luces y contraluces hicieron de la historia referencia mediática y tema recurrente de conversaciones.
Al final, las autoridades deslindaron responsabilidades y los involucrados llegaron a una conciliación que puso fin a este episodio jurídico. Nadie fue encarcelado. Desde entonces, seis años ya, su afán es aprovechar esta segunda oportunidad.
Nada fácil ha sido. Primero tres años de caída libre en una profunda depresión, pues aunque de inmediato regresó a la escuela de Enfermería y recuperó clases, tuvo que pasar por un punto de quiebra.
Pese al apoyo profesional y de toda su familia, la noche en que murió tres veces lo llevó al fondo lentamente: Por la depresión y estrés postraumático rompió con su novia –a la que quería enorgullecer al integrarse a una banda de rock— y abandonó los estudios en el séptimo semestre. No sabía cómo retomar su vida.
“Me deprimí muchísimo, sobre todo al principio cuando veía cómo quedé físicamente: Todo cortado en la cara, espalda, las manos, la cabeza… heridas en todo el cuerpo. Yo creía que así iba a quedar, deforme, pero ya ve, muchas cicatrices casi ni se notan”.
Sentía culpabilidad de lo ocurrido por su anhelo de pertenecer a una banda, por envidiar a otros que sí tocaban en los escenarios. Primero tuvo que perdonarse a sí mismo para iniciar la recuperación.
“Tuve que ir a terapias con el psiquiatra y tomé antidepresivos; alguna vez me llevaron a hablar con el sacerdote. A los dos años terminé con mi novia, en algo tuvo que ver todo eso para que rompiéramos porque afectó la vida de los dos. Lo más importante es que uno mismo ponga todo de su parte porque no le podemos dejar a las terapias todo, a los demás”.
Incluso se enfrentó a volver a ser enterrado en vida: En el 2013 durante unas vacaciones en la playa de Guayabitos, Jalisco, su hermano jugó a cubrirlo de arena. No hay pedo, dale… eso ya pasó. Le dijo él divertido al dar su aprobación.
Antes y después de la más negra de sus noches, un sueño ha sido recurrente. Muere y ve a su familia: “Estoy ni en el cielo ni en el infierno. Un purgatorio sí se pudiera decir, o sea veía a todos y nadie me veía… si pudiera decir sobre una balanza, diría que con el cielo, porque soñaba muchas luces blancas”.
Claro que Juan Manuel tenía sed de venganza, quería desquitarse, cobrarles lo que le habían hecho, y aunque eso ha quedado atrás, no significa que los haya perdonado: Eso no se perdona nunca, dice.
“Incluso me he topado a uno de los chavos en algún bar. Una vez él me vio e intentó saludarme, pero pues no, y entonces ya se fue. A la chava también me la he topado algunas veces aquí en el Centro, pero ni en cuenta. La vida sigue y hay que continuar”.
Hoy, a los 25 años, recién graduado y tras realizar el servicio social en el Hospital General de Saltillo, espera una oportunidad de trabajo y realizar su sueño profesional.
El rock sigue siendo su pasión y aunque todavía sueña con tocar en una banda, sus prioridades cambiaron y ahora se enfoca en encontrar un trabajo.
–Hasta puedes hablar de esto y reírte ¿Cómo se logra?–
“Por todo eso, las terapias y el apoyo, pero principalmente por uno mismo. En mi familia hasta me hacen bromas. A veces me dicen ‘El Undertaker’, jajaja”.
–Mientras fingías estar muerto y te seguían golpeando, mientras te enterraban en vida ¿pensaste en Dios?–
“La verdad sí, sí me pasó”.
–¿Y desde entonces vas más a la iglesia? ¿te acercaste más a Dios?–
“Creo en Dios, pero la verdad no es que me haya acercado más a él debido a esto”.
–¿Sientes que has aprovechado al máximo cada instante de la segunda oportunidad que te dieron?–
“Hago lo más que puedo y estoy agradecido por ello”.
–¿Crees que tu historia puede dar esperanza a las víctimas de algún delito, a los familiares de desaparecidos o a cualquier persona que tiene una segunda oportunidad de vida?–
“Puede ser. Ojalá le sirva a alguien”.
–Te sigue gustando el rock ¿Qué mensaje le darías a los jóvenes que en estos momentos buscan experiencias metaleras?–
“Deben saber que como en cualquier ambiente hay gente metida que tiene prácticas insanas, que se desvían en asuntos que no tienen nada que ver con la música, que andan en rollos de satanismo… eso no sucede sólo en las películas. Fíjense bien con quién se juntan. En general, en su vida sean precavidos porque siempre hay gente con ondas malas.
El hermano menor de Juan Manuel tiene 20 años y toca en una banda norteña en Saltillo. Nunca hasta ahora ha sufrido episodios de violencia o agresión.
“Trato de disfrutar mucho; salgo a algún bar, a fiestas, siempre con extremo cuidado. Me gusta mucho disfrazarme en Halloween”.
–¿Y de qué te disfrazas?–
“De muchas cosas, de personajes…”.
–¿De zombie?–
“¿De zombie?… No… Jajaja, ¡Estaría bueno!”.
–¿Te gusta el cine?–.
“Sí, me gusta mucho”.
–¿Ya viste “El Renacido”?–.
“No, pero la voy a ver”.
VULEVE A LA TUMBA
05 DE ABRIL DEL 2016.- Es mañana de martes y nos trasladamos al Panteón de Dolores. Juan Manuel hace por primera vez el recorrido de la muerte al que fue sometido hace seis años.
Salimos de su casa en la colonia Buenavista al sur de Saltillo y en el trayecto seguimos conversando. Pensar que pudo haber sido una estadística más de los casi 28 mil casos en México que reporta el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas tras la “Guerra contra el Narco”, del 2007 a la fecha.
No tiene problema con los panteones, aunque nunca le ha gustado ir, pero no es por lo que ocurrió.
Nos acompaña Leonardo Encina, su padre. Juan Manuel da detalles de lo que puede recordar, pisa el mismo suelo en que fue sepultado, camina entre las tumbas, entre los muertos que lo protegieron, que lo cobijaron esa fría madrugada en que los vivos quisieron mandarlo prematuramente a otro mundo.
Voltea al cielo que lo arropó y recorre el camino hacia su “resurrección”, esos 165 pasos desde donde lo sepultaron hasta la reja en que fue rescatado.
“Creo en un Dios creador de todo, pero no creo en la resurrección. Sólo se nos da una vida, tal vez una segunda oportunidad como a mí y a muchas otras personas, pero cuando la vida se acaba… se acaba”.
Sigue sin encontrar respuestas: ¿Por qué le hicieron esto?, ¿era parte de un ritual de satanismo?, ¿una prueba?, ¿un juego que salió mal?, ¿por qué no murió y quién le dio las fuerzas para salir de la tumba?
Los golpes que le dieron fueron mortales, muchos, y ni una secuela grave dejaron, no tocaron ninguna órgano vital. Hay muchas personas que con solo golpe así, mueren.
“¿Justicia? Andan como si nada afuera; sólo los que tienen dinero tienen su justicia. Creo en la Justicia Divina… y ya en su momento llegará. Sigo mi vida con esa espina de resentimiento por la injusticia, pero el tiempo es la mejor medicina.
“Agradezco incluso a los que dudaron de mí y me criticaron, a las personas cercanas a quienes me hicieron esto. Les agradezco, ya que eso también me ayudó a salir adelante a pesar de las críticas a mi persona”.
Mira fijamente las tumbas, las cruces que lo protegieron del halo de oscuridad que guió a sus cinco agresores.
Y bajando un poco la voz, como en secreto, dice que esas energías negras siguen moviendo los mismos hilos de aquella madrugada.
En su casa, Juan Manuel reflexiona sobre otras cicatrices en su cuerpo.
–¿Qué significan tus tatuajes?–
“Todos tienen que ver con momentos y situaciones de mi vida. Éste –se descubre el bíceps izquierdo– es un velero que va dejando atrás una tormenta con la leyenda ‘Be Strong’ y simboliza esa etapa difícil de mi vida”.
–Pero ya saliste de todo esto ¿Cuándo te lo tatuaste?–
“En noviembre del año pasado (apenas hace cuatro meses)”. Fuente VANGUARDIA.
La nota cuando ocurrió este increíble hecho: