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Para vencer mi trauma, probé estos animales rastreros.
Tenía unos nueve años cuando nació mi fobia a las cucarachas. Estaba en casa de uno de mis primos cuando algo cayó del techo y sentí que me caminaba por la cara, para luego intentar meterse a mi boca. Todo pasó tan rápido que sólo recuerdo mi acto reflejo de sacudirme al invasor que me había asaltado por sorpresa. No fue hasta que volteé al piso que vi a una cucaracha enorme, panza arriba y con sus antenas moviéndose, cuando una profunda repulsión me invadió. Esa noche tuve problemas para conciliar el sueño y ahí quedaron sepultadas mis aspiraciones de ser biólogo entomólogo. Desde entonces y hasta hace muy poco, esos asquerosos insectos cafés tenían el poder de hacerme huir estando incluso a metros de distancia, o de crisparme los nervios cuando aparecían en alguna escena de cine o televisión.
Así que ya podrán imaginar cómo me sentí cuando me enteré —gracias, Facebook— que en la Ciudad de México, en un lugar cercano a mi casa, habría un 'Festín de insectos comestibles' y que una de las novedades serían las cucarachas "garapiñadas", es decir, cubiertas de caramelo. Lo primero que ocurrió conmigo fue que se me revolvió el estómago. Tuve unas ganas incontrolables de correr al baño, levantar la tapa del excusado y hundir mi rostro en él para vomitar como nunca. Sin embargo, me contuve. Luego, una idea macabra, casi masoquista, me llegó a la mente: ¿y si acudía al famoso festín y comía una? Ya hacía tiempo había leído de las famosas "terapias de choque", que consisten en exponer a un paciente víctima de una fobia, en una situación controlada, a aquello que le daba pavor para así curar su aversión. De hecho, así fue como curé mi fobia a los payasos: obligándome a saludar de mano y abrazar a varios de ellos, terminé por desarrollar la capacidad de coexistir con esas criaturas infernales. ¿Sería que metiéndome una cucaracha a la boca al fin dejaría de temerle a esos bichos rastreros?
Y así fue como acudí al Huerto Roma Verde, ubicado en la colonia Roma, a cumplir una cita con mis fobias. Apenas llegué me pregunté a mí mismo: "ay, Pável, ¿pero qué necesidad?" Estuve a punto de darme la media vuelta pero no: pudieron más mi dignidad, mi necedad y mi amor propio. Ya estaba ahí, en medio de una veintena de carpas que ofrecían arañas, gusanos, ciempiés, escorpiones, y por supuesto, cucarachas. Fue en el stand de México en el paladar donde vi la mayor oferta de insectos, larvas y arácnidos, así que decidí que ese sería el lugar donde tendría lugar mi primera incursión. Bajo esa pequeña carpa había una muy buena cantidad de bichos a la espera de ser engullidos. La carta incluía tacos de chinicuiles, escamoles (huevos de hormiga), gusanos blancos, escorpiones, tenebrios (larvas de escarabajos), arañas del maíz, ciempiés, chapulines, acociles, cocopaches, hormigas chicatanas y el más imponente de todos: el taco de tarántula.
"Todos nuestros productos son frescos y no ponen en peligro de extinción a las especies, como algunos piensan. La tarántula, por ejemplo, es una especie originaria de Veracruz, pero esta se cría especialmente para consumo humano. Esta variedad es la araña de cola rosada, que es bastante grande y por lo mismo es muy atractiva a la vista", me explica Edith, quien es la responsable de este stand. Pero no es la tarántula la que me provoca escalofrío, sino un recipiente repleto de cucarachas, a las que veo panza arriba como aquella vez en que una de sus primas intentó meterse por mi boca hace más de 20 años. Parece que soy muy transparente en mis gestos, porque se apura a explicarme: "estas cucarachas vienen de un criadero que está en la Universidad de Chapingo. Tienen una dieta a base de avena y charales; realmente son muy limpias y están muy bien alimentadas. Yo me atrevería a decir que comen mejor que muchas personas", me dice entre risas.
Antes de animarme por la cucaracha, me voy por el plato fuerte de la carta: la tarántula. Mientras veo en una parrilla cómo varias de ellas crepitan, se tuestan y sueltan un líquido amarillento de la panza, comienzo a replantearme el por qué mi manía de torturarme de ese modo. Sin embargo, no me rajo. Me pido un taco de tarántula y ahora sí viene algo que me asusta, y no es precisamente el tremendo tamaño de la araña, sino el precio: 500 pesos —la mitad de una ida al súper, más o menos— por comerme un bicho servido sobre una tortilla y una embarrada de guacamole.
La tarántula ya está lista y la sacan de la parrilla. La montan sobre su camita de maíz y aguacate y me la sirven sobre un platito de plástico. A estas alturas, los morbosos ya se acercaron para ver si es cierto que me voy a comer semejante animalejo. Algunos sacan sus celulares para tomar foto y video. Así que ya no habiendo marcha atrás, tomo con una mano el plato, con el otro el taco y ¡ZAS!, a darle la primera mordida a la tarántula. Por supuesto no hago caras por dignidad y aunque por dentro me está dando bastante asquito, no puedo perder la compostura ante el respetable público.
"¿A que saben?", me pregunta una señora curiosa. "Pues como a chicharrón, la verdad es que no está mala, ¿eh?" Y no mentí: en realidad fue mucho más imponente el aspecto que el sabor del animal. Además, en honor a la verdad, el guacamole que servía de acompañamiento estaba bastante bueno. "500 pesos, el taco más caro de toda mi vida", pienso, aunque momentos después reflexiono: "pero valió la pena".
Ya envalentonado, me dispongo a recorrer otras carpas y es así como llego a la Chocolatería Época de Oro, donde el producto estrella es precisamente lo que me atrajo a este lugar: un exótico postre que consiste en una cucaracha garapiñada servida sobre una tableta de chocolate. Ahí es Erick Gallardo quien me explica porqué la cucaracha se ha convertido en la joya de la corona del negocio: "es un producto muy novedoso. Yo la probé en un viaje, esta no es la cucaracha que te encuentras en la cocina, sino una variedad que viene de Madagascar. Actualmente tengo un criadero y puedo decirte que son muy limpias y son totalmente aptas para el consumo humano".
Cuando le cuento que llegué hasta aquí porque busco vencer mi temor a a estos bichos hincándole el diente a uno, me cuenta: "no eres el primero que viene buscando vencer su fobia. En la edición del año pasado vino un chico que compró una precisamente para eso. La pidió y se sentó en una mesita aquí enfrente de nosotros. Estuvo, sin exagerar, como una hora y media viéndola con cara de asco y miedo. Nosotros mismos no pensamos que fuera a animarse a probarla, hasta que leí en sus labios cómo de repente dijo: "ya, que moleste a su madre" y le dio una mordida. Tardó mucho más en decidirse que en lo que se la terminó".
Inspirado por aquél valiente anónimo, me decido a hacer lo mismo: devorar mi respectiva cucaracha. Ni tardo ni perezoso, Erick me despacha la más grandota, rechoncha e imponente de su stock. Al igual que con la tarántula, no faltan los curiosos que se reúnen a mi alrededor para saciar su morbo y ver cómo meto a mi boca este insecto que tiene una amplia fama de repulsivo y sucio. Lo intento una primera vez y fallo. Siento cómo el sudor frío me brota por las sienes y corre por mis mejillas.
Primer strike. Cucaracha uno, Pável cero. "Ay, pero si peores cosas te has metido a la boca", me digo a mí mismo, autoalburéandome e intentando ponerle un poco de humor a la terrorífica situación. Me acerco la cucaracha a los labios y no puedo evitar recordar la primera vez que un animal similar —en aquella ocasión vivo—, intentó adentrarse en mi cavidad bucal provocándome un trauma. No puedo. Segundo asalto; la cucaracha va ganando de calle.
De repente veo a un niño pequeño que pide la suya y sin hacer aspavientos, se toma una selfie, se la come de una mordida y se ríe. Eso me llena de confianza. Tomo aire y esta vez, ya envalentonado por la actitud despreocupada del chamaco (o quizá para no ser humillado por él), tomo mi celular y hasta me grabo en video para que quede testimonio de la hazaña. Me la como en un par de mordidas y me doy cuenta de que no era para tanto: en realidad hasta sabrosa supo, porque la cobertura y el chocolate dulce ayudaron bastante.
La gente que había estado morboseando el proceso me aplaude. Puede parecer poca cosa pero vencer una fobia no es algo que se haga todos los días. Así como cuando Neil Amstrong pisó la superficie de la Luna por primera vez y acuñó su legendaria frase, yo puedo hacer lo propio parafraseando al astronauta: "este es un pequeño mordisco para un hombre, pero un gran salto para todos aquellos que les tememos a esos asquerosos animales que vemos salir de la basura y las alcantarillas".
Fuente Infobae