Nuestros miedos crecieron con los días. Al principio, nos aterraba presenciar cómo las calles, colonias, vehículos y comunidades eran tomadas. Temíamos estar en el lugar y momento equivocados. Con el tiempo, esos temores se intensificaron junto al aumento de asesinatos, desapariciones, secuestros, robos y despojos. Sin operativos de seguridad que ofrecieran un mínimo de tranquilidad, hemos sido testigos de negocios y hogares vandalizados a plena luz del día, de locales cerrados y de familias enteras forzadas al desplazamiento.
Con profundo dolor, niñas, niños, adolescentes y jóvenes regresan a clases sin ninguna garantía de seguridad, sumidos en la incertidumbre de que la violencia podría desatarse en cualquier momento, sin que ninguna autoridad tenga capacidad de detenerla. Vivimos día a día bajo constante desasosiego y miedo.
En las primarias y secundarias es común ver a niñas y niños arrojarse al suelo boca abajo, con las manos protegiendo su cabeza, cumpliendo con protocolos de seguridad diseñados para responder a las balaceras. En otras ocasiones, esas mismas escenas ocurren porque los enfrentamientos están demasiado cerca, ya no son un simulacro, son nuestra realidad.
Padres y madres se despiden de sus hijos con el corazón en un hilo, temiendo que no regresen, que sean víctimas de secuestro, asesinato o desaparición. Para muchos, es preferible perder el semestre que poner en riesgo sus vidas.
Desde septiembre, la capital de Sinaloa enfrenta una ola de violencia sin precedentes, dejando a la población en un estado de total indefensión. La planta productiva y las actividades agrícolas, comerciales, culturales, sociales y deportivas se desarrollan de forma intermitente. Aunque trabajadores, empresarios, productores y comerciantes resisten, los ingresos disminuyen drásticamente.
En medio de este panorama desolador, la violencia no solo paraliza actividades cotidianas, sino que transforma nuestras decisiones más simples. Salir a la calle con incertidumbre se convirtió en parte de la rutina. Hay que trabajar, buscar el sustento, pagar las cuentas. Nos adaptamos a un horario impuesto por el miedo: salimos con la luz del día y regresamos antes de que oscurezca. En cuanto cae la noche, las actividades disminuyen, como si el temor dictara nuestra rutina. Y, sin embargo, esto que no es normal es nuestra nueva normalidad.
Cada acto de violencia nos afecta a todos. Cada suspensión de clases, trabajos y actividades cobra un costo. Niñas, niños, adolescentes, jóvenes y adultos viven en un constante estado de estrés emocional y colectivo. Esta tensión deteriora significativamente nuestra calidad de vida y destruye el tejido social.
En medio de esta adversidad, la comunidad busca soluciones para ayudar y resistir ante la incapacidad de la autoridad. En diferentes puntos de la ciudad, los vecinos se organizan en redes sociales y aplicaciones móviles para alertar de incidentes de violencia, delincuencia y zonas de peligro. La mayoría de las escuelas implementaron simulacros y protocolos de seguridad para proteger a los estudiantes durante balaceras, además de clases virtuales como alternativa. Las comunidades escolares se comunican antes de enviar a las niñas y niños a la escuela.
Algunos comercios locales, golpeados por la crisis, han recibido el respaldo de campañas comunitarias que promueven el consumo de sus productos y servicios. Incluso en momentos de mayor riesgo, se han realizado actos simbólicos de solidaridad, como reuniones vecinales y marchas silenciosas para exigir la paz. El gremio de músicos ha recibido el apoyo y solidaridad de la gente, en los distintos cruceros en que se presentan.
Esta semana fue especialmente perturbadora. Según los Boletines de la Fiscalía General del Estado de Sinaloa, entre el domingo 24 y el viernes 29 de noviembre, se registraron al menos 52 homicidios dolosos, 28 desapariciones y la destrucción de 65 cámaras de vigilancia como lo informó el titular de Seguridad Pública en el Estado. Sin mencionar el número de vehículos robados, casas y negocios vandalizados. Las balaceras y ataques obligaron a suspender actividades educativas en todos los niveles en Culiacán.
En particular, el jueves la violencia alcanzó un nuevo nivel con ataques armados e incendios de dos sucursales de un conocido restaurante de sushi, perpetrados sin que operativos de seguridad lo impidieran o detuvieran a los responsables. Ese día, 14 personas fueron asesinadas y 5 más privados de su libertad.
En ironías de esta situación de violencia, contar con cámaras de seguridad fuera del domicilio, se convirtió en una condición de riesgo. Las personas prefieren quitarlas para evitar problemas.
Este estado de vulnerabilidad nos lleva a preguntarnos: ¿de quién depende nuestra seguridad, nuestra integridad y nuestra tranquilidad como ciudadanos de Sinaloa? Es evidente que las autoridades de seguridad pública han fracasado en su misión de garantizar las condiciones necesarias para vivir en paz. Tampoco existe un liderazgo genuino que sea la voz de quienes sufren esta violencia. Imponer agendas políticas a la realidad que vivimos es una forma de violencia y un grave error político y social.
No podemos permitir que la indiferencia sea nuestra respuesta. Es momento de unirnos, para exigir soluciones, reclamar la seguridad que nos corresponde y reconstruir el tejido social arrebatado por la violencia. Solo unidos podremos recuperar la libertad y la paz que Sinaloa merece.