El portal electrónico del periódico “The Guardian” retomó el fin de semana pasado el caso de un bracero yucateco asesinado por policías de San Francisco, California.
Un hombre camina por una calle, en su mano lleva un brillante cuchillo de cocina. Él toma un descanso de jugar fútbol sóccer con un viejo balón de básquetbol en una calle del distrito Misión de San Francisco. Se sienta en el piso, con la espalda contra el muro de un edificio. Tres transeúntes pasan con paso firme, aparentemente imperturbables.
“¡Al suelo, al suelo!”, dos policías de crucero se detienen y bloquean la calle.
El sargento Nate Seger y el oficial Mike Mellone salen de sus autos mientras le apuntan al hombre.
“¡Al suelo!, ¡baja eso!”.
Uno de los oficiales carga un rifle de balas de salva, corta cartucho y dispara tres veces.
Al cuarto — y el final— las salvas desaparecen. El segundo agente comienza a disparar municiones reales. Bang. Bang. Bang. Bang. Bang. Bang. Bang. Siete tiros. Fue un disparo a la cabeza el que mata al hombre. La bala entró al cráneo, debajo del ojo izquierdo, y salió detrás de la oreja izquierda.
El hombre conocido en el barrio como un “indigente con el balón de fútbol” estaba muerto.
En San Francisco, una de cada 200 personas duerme en la calle cada noche. Ellos han perdido hogares, han perdido sus nombres: para los propietarios de casas, inquilinos de edificios, políticos y el resto de los demás son sólo indigentes.
Pero el indigente que fue asesinado por la policía en calles de San Francisco, el 7 de abril pasado, tenía nombre y un hogar: una vivienda construida lentamente, pieza por pieza, por el lapso de siete años, con las remesas que Luis Góngora enviaba desde San Francisco.
Es el hogar en el que Luis Góngora nunca volverá a poner un pie.
Herencia
“Lo que dejó es lo que pudo hacer con esta casa”, dice Fidelia del Carmen May Can, la viuda de Góngora, sentada en la sala de la vivienda, con fotos de sus hijos en las paredes, una gorra de los Gigantes de San Francisco en la repisa y un altar con flores, veladoras, imágenes de santos y la foto de su esposo en una pequeña mesa.
“Quiero que la gente sepa que seguimos sin él, pero la esperanza de estar con él no existe más”.
Entorno
La vida y la muerte de Luis Góngora ocurrió en la intersección de dos crisis: la indigencia y los asesinatos a manos de policías.
En medio de un “boom” económico que detona la tecnología, la mayor ciudad de la costa oeste de los Estados Unidos se ha vuelto notable por sus extensos campamentos de personas sin hogar al igual que sus compañías con millones de dólares.
Seattle tiene a Amazon y the Jungle. Los Ángeles, Snapchat y Skid Row. A través de siete millas cuadradas de San Francisco, ciudades de tiendas compiten por espacio en las calles con hordas de empleados de firmas como Twitter, Google, LinkedIn y Airbnb.
Los campamentos pueden ser imanes para el crimen y la policía.
No hay pistas de la brutalidad policíaca contra los indigentes, pero un repaso a los reportes de los medios revela que al menos 13 de 1,146 personas muertas por la policía en 2015 era gente sin hogar. Dada la población de cerca de 565 mil personas sin hogar en 2015, eso significa que los indigentes tenían 6.5 veces más probabilidades de ser muertos por la policía que el resto de la población.
El tramo de la acera donde Luis Góngora levantaba su tienda en los últimos meses de su vida está a unas 3,000 millas del sitio donde creció.