Noticias de Yucatán.
Corina Knoll, Ali Watkins y Michael Rothfeld
Un día a principios de abril, mientras la Ciudad de Nueva York estaba en medio de los que serían los días más mortales de la pandemia, Lorna M. Breen se encontraba sola en su departamento en Manhattan.
Tomó su teléfono y le marcó a Jennifer Feist, su hermana menor.
Había sólo 22 meses de diferencia entre ellas y tenían el tipo de vínculo que surge de crecer compartiendo una recámara y vistiendo atuendos iguales. Feist, abogada en Charlottesville, Virginia, estaba acostumbrada a tener noticias de su hermana casi todos los días.
Sus conversaciones se habían vuelto desalentadoras.
Breen trabajaba en el Hospital NewYork-Presbyterian Allen, en Manhattan, donde supervisaba el Departamento de Urgencias. La unidad se había convertido en un campo de batalla, con suministros escaseando y el personal cayendo enfermo. La sala de espera estaba abarrotada. Los enfermos morían sin que nadie se diera cuenta.
Feist dormía con su teléfono en caso de que su hermana la necesitara después de un turno de noche.
Cuando Breen llamó esta vez, se escuchaba extraña. Su voz era distante, como si estuviera en shock. "No sé qué hacer", dijo. "No puedo levantarme de la silla".
Breen era una doctora consumada.
Cuando se graduó de la Facultad de Medicina, insistió en estudiar tanto Medicina de Urgencias como Medicina Interna, aunque eso significaba una residencia más larga. Se aficionó al snowboard, al cello y al baile de música salsa. Una vez, después de tener dificultades para respirar al inicio de un medio maratón, terminó la carrera, luego se dirigió a un hospital y se diagnosticó a sí misma tromboembolia pulmonar: coágulos de sangre en los pulmones que pueden ser fatales.
Además de administrar un ajetreado Departamento de Urgencias, estaba en un programa de maestría dual en la Universidad Cornell en NY.
Breen era talentosa, segura de sí misma, inteligente. Imperturbable.
Pero la mujer que habló con Feist ese día estaba indecisa y confundida.
Feist arregló que su hermana fuera recogida por dos amigos que la llevarían a Baltimore, Maryland, donde Feist podría reunirse con ellos para llevarla con su familia en Virginia. Cuando Breen se subió al auto de Feist, estaba casi catatónica, incapaz de responder preguntas simples. Su cerebro, dijo su hermana, parecía roto.
Condujeron durante unas horas, dirigiéndose al Centro Médico de la Universidad de Virginia. Breen se registró en la sala de psiquiatría.
Breen, de 49 años, había sufrido un colapso nervioso cuando la Ciudad de Nueva York estaba desesperada por héroes. Y estaba segura de que su carrera no sobreviviría.
Sus familiares intentaron convencerla de lo contrario. Después de todo, no tenía antecedentes aparentes de problemas de salud mental.
Breen tenía dudas. Dentro de la comunidad médica persistía un estigma insidioso sobre la salud mental. "Lorna no dejaba de decir: 'creo que todo el mundo sabe que estoy teniendo dificultades'", comentó Feist. "Estaba muy avergonzada".
Vocación pura Incluso en la adolescencia, cuando Breen era simplemente Lorna, demostró una capacidad inusual de empatía y un sentido del deber que la impulsaba.
"Siempre supo que iba a ser doctora y que viviría en Manhattan", recordó Feist, de 47 años.
Las hermanas, junto con sus hermanos mayores, Michael y Karen, habían crecido en Danville, un pequeño pueblo de Pennsylvania. Les inculcaron que una vocación debería tratarse de servicio. Su padre, Philip, era un cirujano traumatólogo. Su madre, Rosemary, enfermera.
Lorna, una estudiante atlética y motivada, se dirigió a la Universidad Cornell para estudiar Microbiología antes de obtener una maestría en Anatomía. Después de cursar en la Facultad de Medicina en Virginia, estaba decidida a estudiar dos especialidades en su residencia porque sabía que los urgenciólogos sufrían mucho estrés. Ella quería tener la Medicina Interna como una opción posterior.
Alta, delgada y con una amplia sonrisa, se formó en el Long Island Jewish Medical Center, a unos 40 kilómetros al este de NY, donde se convirtió en residente en jefe en su último año.
En el 2004, Breen se unió al enorme sistema médico NewYork-Presbyterian, trabajando en el Centro Médico de la Universidad de Columbia y en el más pequeño Hospital NewYork-Presbyterian Allen.
Buscando alivio de su intenso trabajo, Breen planeaba viajes emocionantes, se unió a un club de esquí, tocaba el violonchelo en una orquesta, tomaba sus clases de salsa y asistía a la Iglesia Presbiteriana Redentor. Una vez al año, reunía a todos sus círculos sociales en una fiesta en su azotea.
En el 2011, Breen fue ascendida al mando del Departamento de Urgencias, donde sus colegas dijeron que resolvía los problemas con precisión sistemática.
"Le gustaba la estructura", dijo James Giglio, quien entonces era su jefe. "Le gustaba trabajar en un mundo organizado".
Ese mundo se distorsionaría y se desmoronaría posteriormente. A principios de este año, el coronavirus estaba entrando en NY. Breen estaba convencida de que tomaría desprevenidos a los hospitales. Se tomó unas vacaciones planeadas con Feist en Montana y regresó a trabajar el 14 de marzo. Cuatro días después, mostró síntomas de Covid-19. Con fiebre y agotada, se puso en cuarentena en casa para recuperarse.
Un hospital abrumado El último fin de semana de marzo, Breen salió a caminar y se sintió agotada. Pero informó a su trabajo que volvería pronto. Sentía que se había quedado en casa más tiempo que otros compañeros de trabajo que habían estado enfermos. Sabía que necesitaban ayuda.
Dentro del Departamento de Urgencias del Allen, la pandemia golpeó rápidamente y con poca piedad. Pacientes intubados en camillas atestaban los pasillos. Tanques de oxígeno portátiles, funcionando a su máxima capacidad, se descomponían. Un área destinada a rayos X albergaba los cuerpos de las víctimas de Covid-19.
Cuando Breen regresó a trabajar el 1 de abril, la Ciudad estaba al borde de un sombrío referente: las muertes llegarían pronto a un pico de más de 800 en un solo día. Ella y su Departamento de Urgencias estaban sobrepasados.
'La época más difícil de mi vida' El 4 de abril, Breen pasó unas 15 horas en el trabajo, señala una colega.
"Oraciones para ti, Lorna", le escribió una amiga. "Mantente fuerte".
"La época más difícil de mi vida", respondió ella. "Trato de concentrarme".
Al día siguiente, parecía confundida y abrumada, dijo la colega, que nunca antes había visto a Breen en ese estado.
Pronto dejó de responder por completo a los mensajes de amigos.
Cuando Breen finalmente llamó a su hermana para pedir ayuda el 9 de abril, se oía tan diferente que Feist se preguntó si el virus había alterado de alguna manera el cerebro de su hermana.
Cada vez hay más evidencias de que la enfermedad, o la forma en que el cuerpo responde a ella, puede causar una variedad de problemas neurológicos.
Feist llamó a Angela M. Mills, quien era la supervisora de Breen. Cuando llegó Mills, Breen parecía extraña.
"Ella siempre tenía un brillo en los ojos que era tan cálido y siempre tenía tanta energía y entusiasmo", dijo Mills. "Y eso le faltaba".
Breen sólo hablaba cuando le hacía preguntas. Incluso entonces, sólo daba respuestas de una o dos palabras.
Mills le preguntó si sentía que quería lastimarse. Breen indicó que sí. Un amigo de Breen, que era psiquiatra, fue a recogerla. El amigo llamó a Feist, diciendo que su hermana necesitaba ser hospitalizada.
Última conversación Breen pasó unos 11 días como paciente hospitalizada en el área de psiquiatría. Tras ser dada de alta, la doctora se quedó con su madre en Charlottesville, donde se mostró más como ella misma, incluso contando chistes, aunque sus ojos cafés habían perdido su brillo.
Comenzó a salir a correr. Miembros de la familia hablaron sobre llevarla de regreso a NY.
Pero el 26 de abril, Breen se suicidó.
Es imposible saber con certeza por qué alguien se quita la vida. Y Breen no dejó una nota para dilucidar la razón.
Aun así, cuando se cuentan las víctimas del coronavirus, la familia de Breen cree que debería ser incluida entre ellas. Que fue destruida por el simple número de personas que no pudo salvar.
El NewYork-Presbyterian indicó en un comunicado que comenzó a ofrecer servicios de salud mental a su personal de primera línea a fines de marzo.
"Breen fue una líder clínica heroica, notablemente hábil, compasiva y dedicada que se preocupó profundamente por sus pacientes y colegas", señaló el comunicado.
Para la amiga de Breen, Anna Ochoa, de 45 años, su última conversación con ella se ha vuelto devastadora. Breen se había aferrado a una idea y no dejaba de repetirla.
Ochoa no pensó a fondo en ello en ese momento, pero ahora no puede dejar de escuchar el mismo estribillo implacable: "No pude ayudar a nadie. No pude hacer nada. Sólo quería ayudar a la gente y no pude hacer nada".