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De pie en la imponente biblioteca de la Clínica Mayo, Lilly Ross extendió su brazo y tocó el rostro de un extraño, palpando las mejillas rosadas y observando un sector del mentón donde no le crece la barba, que tan bien conocía.
“Por eso se la dejaba crecer tan larga, para tapar un poco ese claro”, le comentó a Andy Sandness mientras cerraba sus ojos y se preparaba para la sensación de tocar las cicatrices del rostro que supo ser el de su marido.
Dieciséis meses después del trasplante que le dio el rostro de Calen “Rudy” Ross, Sandness conoció a la mujer que había aceptado donar la cara de quien fuera su pareja desde la adolescencia a un hombre que había vivido casi una década con un rostro totalmente desfigurado.
Los dos se encontraron a fines de octubre en una reunión arreglada por la Clínica Mayo, el sitio donde Sandness se sometió a una operación de 56 horas, que fue el primer trasplante de ese tipo llevado a cabo por esa institución. Con su hijito Leonard a su lado, Ross caminó hacia Sandness llorando y ambos se abrazaron.
Ross no sabía qué esperar del encuentro, temerosa de los recuerdos que pudiesen aflorar de su marido, quien se suicidó. Pero la aprehensión se diluyó rápidamente. Sin los ojos, la frente ni el mentón pronunciado de Calen, Sandness no se parecía tanto a su marido, se dijo a sí misma.
“Lo que vio fue un hombre cuya vida había cambiado gracias al regalo de su marido, con renovada confianza tras pasar 10 años escapándole a los espejos, atrayendo constantemente miradas.
“Me sentí orgullosa”, dijo Ross aludiendo a Sandness, un hombre de 32 años. “Rudy no se veía así”.
Sandness y Calen Ross llevaron vidas similares, cazando, pescando y en contacto con la naturaleza, antes de que sus demonios los consumieran con diez años y cientos de kilómetros de distancia.
Sandness se disparó un rifle en el mentón a fines del 2006, destruyendo la mayor parte de su rostro. Pero sobrevivió. Ross se pegó un tiro y murió una década después.