Tengo un gran respeto por el periodismo. Doy notas todas las semanas, a veces varias por semana, porque entiendo que es parte de mi deber como dirigente explicar los motivos de por qué hacemos política y ser transparente sobre las acciones de gobierno. Y creo también que es importante hacerlo en los medios, en intercambios con periodistas que me ponen a prueba y me obligan a mejorar mis argumentos. Sin esa dialéctica, la conversación pública se empobrece. Es bueno para todos que los políticos no tengamos asegurado el micrófono para decir sólo lo que queremos decir, sino que haya alguien que nos interpele y nos esfuerce a dar la mejor versión de nosotros mismos.
De todos modos, es fácil declarar que uno defiende la libertad de expresión y la libertad de prensa. Pero no es tan fácil respaldar esa declaración en los hechos. En estos años hemos visto a muchos dirigentes decir que defendían la libertad de prensa y, minutos más tarde, faltarle el respeto a un periodista porque dijo o reveló algo inconveniente. No sólo en este gobierno, también en el experiencia kirchnerista anterior, altos funcionarios amenazaban o agredían en público a medios y periodistas que habían publicado informaciones u opiniones que no les habían gustado. Y lo hacían porque en el fondo no creían, ni creen, en la libertad de expresión. Están convencidos de que la conversación pública es un campo de batalla más, donde existen unos buenos (ellos) y unos malos a quienes hay que combatir. Por eso castigan a los medios que no les gustan, subsidian a sus medios amigos y convierten a los medios públicos en medios militantes: porque no creen en la legitimidad de todas las voces.
Desde el gobierno, la libertad de expresión y de prensa se defiende con acciones concretas: con más transparencia y más calidad en la información pública; con un reparto equitativo y profesional de la publicidad oficial; y reconociendo que rendir cuentas de nuestras acciones es una obligación fundamental de quienes nos toca gobernar. Quienes somos elegidos para cargos ejecutivos debemos saber que somos servidores públicos, que estamos de paso y que nunca debemos tomar nuestro cargo como si fuera de nuestra propiedad. Así lo sentí cuando fui intendente de Vicente López, así lo siento ahora que soy ministro de la Ciudad y volveré a sentirme así en cualquier destino donde me ponga la sociedad en el futuro. Y una parte central de esta mirada de la política como servidores públicos implica ser abierto con la información, respetar las críticas (de periodistas o de los ciudadanos en general) y tener la convicción de que el debate no sólo nos mejora a todos, sino que es un pilar central de la vida democrática.
Esto hay que decirlo bien claro: sin libertad de prensa ni libertad de expresión no puede haber una democracia vibrante y robusta, que merezca el nombre de democracia. Si los medios no pueden informar, porque no tienen acceso a datos relevantes o porque el poder político los amenaza o los extorsiona, es difícil decir que vivimos en una democracia plena. Todos los regímenes autoritarios que en estas décadas, y a lo largo de la historia, destruyeron la democracia desde adentro, avanzando sobre la oposición y la justicia, pusieron un énfasis especial en la censura y el ataque a los medios de comunicación. Y, en los últimos años, como está pasando en Cuba y Venezuela, también a ciudadanos que se expresan en las redes sociales. A los autoritarios no les gusta la libertad de expresión. Siempre fue así y seguirá siendo así.
Por eso, debo remarcar que no es una cuestión de gustos. No siempre me va a gustar lo que digan los periodistas de mí. Y a veces me parecerá que sus preguntas son chicanas apenas escondidas. Voy a tener el derecho de pensar eso, pero no voy a tener el derecho de cercenar la libertad del periodista o de, por ejemplo, denunciarlo ante la Justicia porque me ofendió algo que dijeron. Insisto, los políticos somos servidores públicos y parte de nuestro deber es estar abiertos a la crítica y al debate. Nuestro compromiso tiene que ser la verdad y la transparencia, en oposición al relato y la manipulación.
El Estado debe ser un guardián de la libertad de expresión y liderar con el ejemplo, pero la conversación pública democrática la construimos y la cuidamos entre todos, incluidos los periodistas. ¡Feliz día!