Todavía resuenan las palabras finales de Sophie Scholl ante el tribunal, el 22 de febrero de 1943, el día que iba a morir ejecutada: “Un día tan lindo y soleado, y yo me tengo que ir. Alguien tenía que empezar. Lo que nosotros dijimos y escribimos, lo creen muchos otros. ¿Qué importa mi vida, si a través nuestro, gracias a nuestras acciones, otros muchos se despiertan y entran en acción?”.
Junto a uno de sus hermanos mayores había sido detenida poco antes como una de las integrantes de La Rosa Blanca, el grupo disidente al nazismo. Tenía 21 años y un enorme coraje.
A la primera que hicieron pasar fue a ella. A la única mujer del terceto de condenados. Y la más joven. El pelo tocándole los hombros, tapando una de sus orejas. Los ojos vidriosos, sin mirada. No había tensión en sus gestos. Tampoco desesperación.
No les iba a dar el gusto.
El juicio había empezado unas horas antes. Todo fue muy rápido. Todo había terminado demasiado pronto para Sophie Scholl.
La joven levantó la cara hacia sus verdugos, los enfrentó con serenidad. Contuvo las lágrimas. También los insultos. Se arrodilló sin que se lo indicaran; no hizo falta. Nadie la tocaba. Nadie se animaba a hablar. Sólo se escuchaban las respiraciones pesadas, alteradas de los hombres, y el crujir de los zapatos sobre la enclenque plataforma de madera. El oficial a cargo, trabajosamente, algo ahogado, casi tropezando con la única palabra que debía pronunciar, dijo: Proceda. Más resoplidos. Sophie cerró los ojos.
Y no sabemos cuál fue su último pensamiento.
Después, el clank del mecanismo que puso en acción, que destrabó la guillotina. El zumbido de la cuchilla afilada cayendo, el golpe de la cabeza suelta contra las tablas del piso. Se formó un pequeño lago sanguinolento. Unos minutos, que parecen horas de inmovilidad. Todos sabían que tenían que limpiar la escena. Era una mañana ajetreada y faltan otras dos ejecuciones: la de Hans, el hermano de Sophie y la de Chistoph Probst, otro de los integrantes de La Rosa Blanca. Pero los hombres entendieron que acababan de hacer algo muy malo. Que esa chica que yacía ahí con la cabeza a unos dos metros del resto del cuerpo era demasiado joven para haber muerto de esa manera.
Algo no funcionaba bien.
Sophie Scholl nació hace más de un siglo, el 8 de mayo de 1921. Fue la cuarta de seis hijos que tuvo el matrimonio de Magdalena y Robert Scholl. Robert era el alcalde de una pequeña ciudad alemana, Forchtenberg. Scholl padre era liberal y se opuso al nazismo, desde que apareció en la vida pública alemana. La política era un tema de conversación constante en su casa. Hans, uno de los hermanos de Sophie, 3 años mayor que ella, en un gesto de desafío a la autoridad paterna, se afilió a la juventud nazi. Pasado el deslumbramiento inicial, llegó la desilusión; se dio cuenta de que no había posibilidad para el diálogo y que la devoción hacia el líder era ciega. Hans abandonó la política y se marchó a Múnich para estudiar medicina.
A Sophie le gustaba dibujar y escribir. Al terminar el secundario se convirtió en maestra jardinera e ingresó en el Servicio Público Nacional, una instancia obligatoria en la que los ciudadanos debían prestar algún servicio en pos de la causa nacional en medio de la guerra. A ella le tocó ser enfermera en uno de los frentes de batalla. Ese contacto súbito y descarnado con la realidad la transformó. Aquellas ideas y pensamientos tenues, casi intuiciones que tenía sobre la realidad alemana, se convirtieron en certezas cuando presenció las batallas, escuchó hablar a los soldados y a la gente de los pueblos. Pocos meses después se unió a su hermano Hans en Múnich. Allí, Sophie empezó a estudiar filosofía y biología.
Además de presenciar espectáculos artísticos como nunca había hecho antes, disfrutar de la vida nocturna, conoció a otros jóvenes que pensaban como ella, que veían la realidad alemana de la misma manera, que no se habían dejado seducir por el nazismo.
Con el ímpetu de la juventud se impusieron hacer escuchar su voz. Alguien les recordó del accionar de la Gestapo. Cada actividad opositora, cada movimiento disidente y hasta cada crítica formulada en un ámbito privado constituían un grave riesgo para su vida. Debían tener cuidado.
La Gestapo se convirtió en la principal institución estatal para controlar, callar, perseguir y matar disidentes. La Gestapo fue un Golem que creció desmesuradamente, que logró expandir el terror y disciplinar. La policía secreta diseñó un sistema macabro y efectivo de terror que se hizo carne en la población. Se generó una trama de miedo y persecución, un estado de delación masiva y permanente. La organización consiguió que cada ciudadano alemán estuviera convencido de que el estado los observaba y escuchaba. En parte era cierto.
Los jóvenes hermanos Scholl y varios de sus amigos creyeron que era el momento de ponerse en acción. Veían a la sociedad hipnotizada por un asesino, por un desaforado que lograba imponer siempre su parecer, que estaba llevando adelante un desastre. Los Scholl creían que la sociedad debía escuchar otras voces, que alguien debía intentar abrirles los ojos.
En el medio de esas discusiones y en su primer año como universitaria, Sophie fue nuevamente convocada al trabajo bélico. Debió desempeñarse como operaria en una empresa metalúrgica que fue reconvertida en una fábrica de armas y municiones. Fue una nueva ocasión para charlar con trabajadores y conocer sus puntos de vista. Al mismo tiempo, su padre fue puesto en prisión porque uno de sus empleados lo denunció ante la Gestapo por haber criticado, en una charla privada, a Hitler.
Sophie se preguntaba cómo debían actuar ante un estado totalitario (para colmo de males en tiempo de guerra). Las acciones que se les ocurrían, al principio, les parecían pueriles, inocuas, que nunca servirían para alcanzar su fin primordial: crear conciencia en el resto de la población que cada vez se fanatizaba más.
Al retomar sus estudios, tras el paso por la fábrica, descubrió que su hermano y algunos amigos habían tomado cartas en el asunto. Un día, en uno de los pasillos de la universidad, Sophie percibió un ambiente extraño. Sus compañeros parecían paralizados. En el piso había unos panfletos que alguien había mecanografiado trabajosamente. Ella, con discreción, levantó uno. Se encerró en el baño y lo leyó con avidez. La emoción de lo prohibido y el deslumbramiento ante la evidencia que alguien había escrito lo que pasaba de verdad en su país, lo mismo que ella pensaba. Y, principalmente, que se había animado a decirlo. De pronto, el paisaje parecía menos desértico. Dobló el folleto en 8 y lo escondió entre sus ropas. Cuando llegó a su casa, le contó a Hans, su hermano. Él la miró con extrañeza. No entendía si su hermana estaba siendo sincera o lo estaba midiendo. Cuando notó que ella no sabía nada, le confesó que él había escrito ese folleto crítico del nazismo. Junto a otros tres amigos (Willi Graf, Christoph Probst, Alexander Schmorell) Hans había formado un grupo llamado La Rosa Blanca. Eran opositores. Querían ejercer una resistencia pasiva e imaginativa contra el Führer y su gente. Lograr que otros, de a poco, tomaran conciencia de lo que sucedía.
Sophie, que recién había cumplido los 21 años, se unió al grupo tras esa conversación.
Los jóvenes escribían estos panfletos, los mimeografiaban a escondidas y después los soltaban en pasillos, aulas y calles cercanas a la facultad, o los enviaban por correo a distintas direcciones. En pocas semanas eran muchos los que habían leído sus proclamas. También eran muchos los que se preguntaban quiénes eran los que se animaban a tanto. Las autoridades estaban desconcertadas. No podían encontrar a quienes hacían circular esos textos. La Gestapo puso a todos sus hombres e informantes a rastrear a los subversivos que sembraban mensajes opositores y que osaban criticar al Führer.
Al principio, los otros cuatro no querían que Sophie fuera parte. Veían la tarea como algo demasiado riesgoso, como algo exclusivo de hombres. Sin embargo, Sophie con su determinación les demostró su error. Además había algo a favor en lo que nadie había pensado: la misma subestimación de sus compañeros, la ejercían las autoridades. En los retenes callejeros no solían revisarla. ¿Cómo una chica joven y hermosa podía estar en un grupo de resistencia? Ni siquiera se les pasaba por la cabeza.
Las primeras acciones fueron un éxito. La gente ya hablaba del contenido de los textos y las conjeturas sobre los posibles autores cada vez eran más disparatadas. Esa confusión podía ayudarlos. Pero también, ponía más fuerzas de seguridad en la búsqueda.
El 18 de febrero de 1943 los hermanos Scholl llegaron a la Universidad de Múnich con una valija repleta de folletos. Mientras todos estaban en clase, los diseminaron con discreción por los pasillos. Cuando los alumnos salieran se encontrarían con el mensaje crítico firmado por La Rosa Blanca. Un último remanente fue lanzado desde el último piso por Sophie. Esa tenue lluvia de papeles parecía un diluvio radiactivo para la mayoría de los estudiantes que se corrían para evitar siquiera el contacto con esas hojitas peligrosas. Muchos no las habían leído pero sabían, en líneas generales, qué decían. El título sólo ya provocaba pavor: “De la boca de Hitler sólo salen mentiras”. Pero ese lanzamiento fue fatal. Jakob Schmid, un hombre de mantenimiento de la casa de estudios, vio el brazo de Sophie esconderse con velocidad luego de tirar los panfletos. El hombre corrió y encontró a los dos hermanos en fuga. Los detuvo cómo pudo y pidió ayuda. Los estudiantes formaron una cadena de gritos hasta alertar a las autoridades más cercanas. Todos unidos para acusar a sus dos compañeros, para favorecer su detención. Nadie salió en defensa de ellos.
Hans en un rápido movimiento se llevó algo a la boca y empezó a masticar frenéticamente. Uno de sus guardias forcejeó con él y logró sacar un amasijo de papel húmedo de saliva. Luego de un intento de restauración se dieron cuenta de que era el borrador del siguiente panfleto que preparaba La Rosa Blanca. En el departamento de los hermanos Scholl encontraron a Christoph Probst, otro de sus compañeros, y los originales de los textos que volaron por la universidad.
El interrogatorio de la Gestapo fue brutal. Sin embargo, estaban dispuestos a liberar a Sophie. Ella era mujer, les resultaba inconcebible su participación en una acción de este tipo. Pero ella reconoció que era una de las integrantes de la Rosa Blanca. No cedieron a las torturas. No brindaron los nombres de los otros integrantes de la organización.
Tres días después de la detención fueron llevados a juicio. La madre de los Scholl quiso entrar a la sala pero unos guardias se lo impidieron. Gritó que dos de sus hijos estaban siendo juzgados. “Se hubiera preocupado antes”, le respondió un guardia mientras la empujaba hacia la calle. El padre logró traspasar el cerco e increpó al juez: “Alguna vez habrá otro tipo de justicia en este país. Alguna vez se arrepentirán de esto”. Después de esas palabras fue arrastrado fuera del juzgado.
El proceso fue veloz. Y parcial. Al juez no le importaba mantener el misterio ni la ecuanimidad. Desde un principio criticó y retó a los imputados, les enrostraba sus acciones dando por probadas cada una de las acusaciones que pesaban sobre ellos. El abogado defensor casi no abrió la boca. El fiscal sólo para formalidades ya que el juez hizo la tarea que le correspondía a él. No hubo pruebas presentadas ni testigos. Al magistrado le pareció un dispendio jurisdiccional. En tiempo récord alcanzó una sentencia. Traición a la patria. Un delito que sólo admitía un castigo: la pena de muerte.
Los tres jóvenes fueron llevados a la prisión de Stadelheim. Allí los dejaron, por unos breves minutos, despedirse de sus desesperados padres. Luego pudieron conversar entre ellos. Hasta que la voz del verdugo resonó en el pasillo de la prisión. Pocos minutos después, las cabezas de los tres rodaban arrancadas del cuerpo por la guillotina.
Sophie Scholl, su hermano Hans y los otros miembros de la Rosa Blanca demuestran que siempre existe la posibilidad de hablar, de decir lo que se piensa, de despertar a los ciudadanos ante un estado totalitario. Que aún en los tiempos más oscuros existen quienes con coraje hacen oír su voz contra los tiranos.