Algunas de las herramientas más importantes, no solo para la exploración espacial, sino también para la investigación y las comunicaciones en el planeta Tierra son los satélites que las agencias espaciales y otras compañías envían a la órbita del planeta. Sin embargo, la gran cantidad de estos artefactos que se ha acumulado a lo largo de los años ha generado “basura espacial”.
En la actualidad, según datos recopilados por Statista, la empresa de análisis de datos, hasta el final del 2022 existían hasta 6.905 satélites activos en la órbita terrestre, una gran diferencia a comparación de los 769 registrados en el año 2.000. Esto no quiere decir que estos artefactos tengan una vida útil indefinida. Eventualmente, cada uno de ellos dejará (o ha dejado) de funcionar y se convierten en desechos que tardarán algunos años en regresar a la tierra.
Este tipo de desechos no son comparables con la basura convencional que se produce en la Tierra pues mientras estos desperdicios contaminan el suelo, la basura espacial puede llegar a contaminar el aire que se respira y la atmósfera del planeta.
Cómo un satélite puede contaminar la Tierra
Aunque los satélites hayan sido enviados al espacio, ninguno estará en órbita para siempre. Debido a la fuerza de atracción del planeta, estos pequeños objetos fabricados con polímeros, fibras de carbono, metal y otros componentes, caerán progresivamente a la Tierra. Algunos de ellos, los de menor tamaño, podrían ser desintegrados por la atmósfera, pero los componentes químicos que liberan pueden ser tóxicos.
Mientras tanto los más grandes tendrán un destino diferente: su caída a la Tierra no solo generará vapores o humo tóxico que será absorbido por la atmósfera del planeta, contaminándola en el proceso, sino que al no descomponerse, podrían impactar en la Tierra.
Al momento de ser lanzados, los científicos especializados calculan que su caída se produzca en algún lugar del océano para que no afecte a ninguna ciudad o persona lo cual también significa que esta agua se contamina en el proceso. Por ejemplo, la Estación Espacial Internacional (ISS) ha proyectado su caída a la Tierra para el año 2030 y se producirá en algún punto del Océano Pacífico.
Aunque la contaminación de la atmósfera y del agua sean algunas formas en las que la basura espacial afecta a la vida en el planeta, también existe otra, y es que al lanzar satélites al espacio, estos instrumentos no son los únicos que quedan en órbita.
Componentes más pequeños que varían de tamaño entre 1 milímetro y 10 centímetros también dan vueltas alrededor de la tierra. Estos últimos suman alrededor de 34.000 y el total acumulado es de aproximadamente 8.000 toneladas de desperdicios.
Se espera que la Estación Espacial Internacional salga de la órbita terrestre y caiga al Océano Pacífico en el año 2030. (The Conversation)
Se espera que la Estación Espacial Internacional salga de la órbita terrestre y caiga al Océano Pacífico en el año 2030. (The Conversation)
Estos componentes, que se pueden mover a velocidades de entre 7 y 15 kilómetros por segundo, también generan un impedimento (o al menos una dificultad adicional) para el lanzamiento de nuevos satélites, incluidos aquellos que son diseñados para mejorar las comunicaciones.
Si eventualmente alguno de ellos impactara en un satélite, esto generaría aún más desechos y las complicaciones para el lanzamiento de otros serían aún más difíciles de superar. La forma más adecuada de manejar esta cantidad de material disperso en la órbita terrestre sería la mejora de los materiales usados en los cohetes usados para el lanzamiento de estos satélites.
Si el lanzamiento se hace con naves más resistentes a estos impactos, es más probable que se generen menos desechos y, aunque es más complejo, establecer máquinas que ayuden a recoger estos desperdicios podría suponer un beneficio.