El hombre del puesto de verduras junto al de Christopher Arriaga murió primero. Un cliente de mucho tiempo fue el siguiente, luego falleció otro. Unos días después, un anciano vendedor de zanahorias se enfermó y murió en una semana.
Pronto, el coronavirus asaltaba los vastos pasajes de la Central de Abasto, el mayor mercado de productos del hemisferio occidental, y el padre de Arriaga también cayó enfermo. Docenas de personas en el mercado murieron, quizás cientos. Ni siquiera el gobierno lo sabe con seguridad.
“Hay un momento en el que empiezas a ver morir a la gente, y el estrés empieza a destruirte”, dijo Arriaga, de 30 años. “Me hizo darme cuenta de cómo se siente un animal atrapado”.
Los médicos y los funcionarios dicen que la oleada de infecciones casi los desborda, irradiando lejos del mercado hacia zonas de toda la ciudad y más allá de México. Se convirtió en el epicentro del epicentro, el corazón rebosante de un barrio que ha registrado más muertes de COVID-19 que cualquier otra parte de la capital que es, en sí misma, el centro de la crisis nacional.
Ninguna parte del mundo ha sido tan devastada por la pandemia como Latinoamérica. México, Brasil, Perú y otros países de la región —con sistemas de salud endebles, una grave desigualdad y la indiferencia de sus gobiernos— tienen varios de los mayores índices de muertes per cápita por el virus en el mundo.
Y, a diferencia de Europa, Estados Unidos y muchas otras regiones, el brote en Latinoamérica no golpeó en oleadas. Golpeó furiosamente en la primavera y ha continuado durante meses, con pocos períodos de recuperación en comparación con los que se han experimentado en otros lugares, aunque sea brevemente, en todo el mundo. En la primera semana de septiembre, los diez países con mayor número de muertes per cápita estaban en Latinoamérica o el Caribe.
Aquí en Iztapalapa, el barrio en el sudeste de Ciudad de México donde se encuentra el mercado, estaba claro desde el principio que el virus golpearía con fuerza. De todos los distritos de la capital mexicana, es el más populoso y densamente poblado, con unos dos millones de personas apiñadas en 116 kilómetros cuadrados de comercios abarrotados y espacios de construcción que prácticamente no han interrumpido sus labores.
La pobreza circunscribe la vida, con escasez crónica de agua. Cientos de miles viven día a día, mucho más temerosos del hambre que de cualquier virus.
A lo largo de los meses, ese profundo escepticismo entre personas como Arriaga —los trabajadores que alimentan a Ciudad de México y a gran parte de la nación— se convirtió en conmoción y, finalmente, en resignación, mientras fallecían sus vecinos, amigos y seres queridos y su barrio se convirtió en la zona cero del brote.
Los funcionarios de Ciudad de México, temerosos de que el gobierno federal subestimara la epidemia, comenzaron a calcular las pérdidas por su cuenta. En pocas semanas, reconocieron que las muertes en la capital eran tres veces más altas que lo que se le decía al público. Ahora, México tiene la cuarta tasa de mortalidad más alta del mundo, con más de 70 mil vidas perdidas por el virus, según las cifras oficiales. Los expertos dicen que el número real puede superar esa cifra en decenas de miles.
En Iztapalapa, el virus dejó pocas vidas intactas, sino por la enfermedad, sí por los problemas económicos. La hambruna persiguió a personas que nunca se habían considerado pobres, y los rituales que unieron a la comunidad durante generaciones fueron suspendidos, incluyendo la cancelación de una de las mayores celebraciones católicas de Latinoamérica por primera vez en más de 150 años.
Para muchos se impuso una nueva realidad: un prolongado cierre económico era claramente imposible. La gente podría usar mascarillas, distanciarse lo más posible, pero casi nadie podía quedarse en casa. Tenían que seguir trabajando.
Para la gran mayoría de la gente, el riesgo de enfermedad o muerte simplemente se ha convertido en el precio de la supervivencia.
Ahora la región se prepara para una de las peores crisis económicas del mundo. Las viejas heridas de la desigualdad se están agravando y, según las Naciones Unidas, unos 45 millones de personas engrosarán las filas de la pobreza. Algunos funcionarios se preparan para una década perdida.
El gasto del gobierno para contrarrestar la pandemia en México es uno de los más bajos del mundo, lo que probablemente condenará a millones de personas a dificultades continuas y que, según numerosos economistas, son innecesarias.
Los intentos de Arriaga para mantenerse alejado del mercado solo duraron un mes, antes de gastar los ahorros de toda su vida y volver a trabajar con miedo.
“No me queda nada”, dijo durante un fin de semana reciente, preparándose para otra larga noche en el mercado. “Es salir y enfrentarse al virus, o sentarse aquí y morirse de hambre”.