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(Proceso).- Mi llegada a la Secretaría de Gobernación no pudo ser más desestimulante. Aquel 1 de diciembre de 1982 fue, en efecto, la antesala de una pesadilla que duraría exactamente seis años. El horror residiría no en el trabajo que se anticipaba fragoroso y desgastante, sino en la relación con el secretario. Como respaldo, tenía el nombramiento presidencial y una amistad de muchos años con Miguel de la Madrid. Nunca pensé que Manuel Bartlett, el titular de la Secretaría de Gobernación, en vez de capitalizarla, la desconocería y agrediría. No he visto mayor despropósito.
A sabiendas de mis proyectos de trabajo ya avalados preliminarmente por el presidente, en lugar de interesarse en ellos y seguramente matizarlos, los rechazó a priori. Fue toda una sorpresa conocer su tozudez y arrogancia. Hoy pregona la idea de que él nada sabía de los proyectos presidenciales para corregir la criminalidad desbordante con que se convivía en la secretaría y que él increíblemente toleró.
En el inicio de la relación secretario-subsecretario de Gobernación reconocí en él inteligencia, cultura política y un gran carácter ejecutivo. El contraste con estas cualidades estaba en su terrible soberbia, su conservadurismo, su egoísmo e intolerancia a todo lo que no partiera de él. En la más absoluta lógica, puede deducirse que él tenía en mente un proyecto presidencialista. Fue el último secretario omnímodo hacia el exterior. Lo increíble es que dentro de la secretaría trabajó exactamente en sentido contrario a sus intereses. Nunca entendió la gran estructura que dirigía y se redujo a operar con gran eficacia su oficina personal y derivaciones, con el gran auxilio de la excelente persona que era el subsecretario Fernando Elías Calles. Bartlett pudo haber sido un gran secretario, tal vez el último con tan vastos poderes y recursos. Pero su carácter se lo impidió.
Hoy, pasado su Waterloo presidencialista, nada quiere aceptar de lo que bien sabía y toleraba. Debió saber todo, pues era su obligación como secretario, y porque le informé tanto irregularidades como proyectos tan oportuna y ampliamente como lo permitió. A todo hizo oídos sordos. Supo que Gobernación desaparecía personas, de la tortura, de que se forzaban declaraciones extrajudiciales y que se les daba valor autoincriminatorio; que se secuestraba, extorsionaba, violaba, robaba y, muy singularmente, que había toda una connivencia con el narcotráfico.
Las imposiciones coactivas de Manuel Bartlett y las mentiras de Fernando Gutiérrez Barrios tuvieron para mí un gran significado respecto de las características de mi destino oficial y el del proyecto que tenía en mente Miguel de la Madrid. Inmediatamente percibí que los universos de trabajo sobre los que se apoyaba la función de administrar la supuesta inteligencia estratégica no sólo eran una simulación, sino, además, el medio auspiciador de todo tipo de ineficiencias e irregularidades, incluso criminales.
Había que agregar que para conseguir tan escasos logros, la Dirección Federal de Seguridad era una gruta de criminales, con la salvedad de algunos agentes de los originales, quienes veían aquel desastre con total reprobación, frustración, tristeza y ninguna resignación. Creían en la resurrección y estaban dispuestos a participar. Uno de ellos era don Pablo González Ruelas, primer director de la DFS a quien pude nombrar libremente. Fue el último a la salida de Zorrilla. Aunque don Pablo González sabía ser el “sepulturero”, fue leal a su idea original de pertenecer a una institución respetable, y ello significó para mí un gran auxilio. Durante décadas, don Pablo había sido el jefe del “Departamento Antropológico”, como se conocía a la instalación que operaba las intervenciones telefónicas.
Manuel Bartlett justificaba su relación con José Antonio Zorrilla Pérez, el director de la Federal de Seguridad, con el argumento de que había aportado información vital para la campaña presidencial. Cuando comenté el punto con el presidente De la Madrid, respondió irritado que las tarjetas que le enviaban no contenían información valiosa en ningún sentido. Dijo que era precisamente ese supuesto “servicio” de Zorrilla lo que Bartlett adujo ante él para que fuera ratificado en su puesto.
El tiempo y la realidad harían ver que el exceso de confianza del secretario de Gobernación en Zorrilla conduciría a terribles deformaciones, vicios, criminalidad y riesgos, incluso nacionales, que lo pondrían a él mismo en un camino lejano de su meta: la Presidencia de la República.
Sin mencionar a Aceves Castell, informé reiteradamente a Bartlett de la situación en general. Su respuesta fue la misma en las repetidas ocasiones en que tocamos el tema: “Eres muy ingenuo; te engañan. Zorrilla es un hombre eficiente y leal”.
Debe recordarse que cuando Mario Moya Palencia fue secretario de Gobernación (1970-76), Bartlett era director de Gobierno, y Zorrilla, secretario particular de Gutiérrez Barrios; de ahí su relación. La reconocida y terrible soberbia de Bartlett fue su verdadero obstáculo en sus ambiciones presidenciales. No necesitó enemigos, como él quiere construirlos para explicar su fracaso. Uno de ellos, yo.
Si el presidente se mostraba convencido de los proyectos confiados a mí y largamente comentados con él, respecto de ellos el secretario estaba absolutamente reacio. Mi planteamiento central era la necesidad ineludible de sustituir a la anquilosada DFS para crear una institución que partiera de un diseño apropiado y tuviera un desarrollo consecuente. Sin retórica alguna, era verdad que el país no podía seguir soportando una institución como la multimencionada, y requería con urgencia de una sustitución del nivel del desarrollo del país.
La DFS murió víctima de sus propios venenos. Entre otros, el acabose de Zorrilla.
El incidente definitivo para él –y consecuentemente para la Dirección– fue la muerte de Manuel Buendía, el 30 de mayo de 1984. La autoría intelectual era del propio Zorrilla, según se le sentenció; la material, de uno de sus agentes, Juan Rafael Moro Ávila. El asesinato del periodista fue una medida que Zorrilla tomó como acto preventivo contra algo terrible que lo desacreditaría, pues el comunicador estaba a punto de revelar lo mucho que ya había investigado sobre la DFS y el crimen.
Su muerte fue vulgar y personalista, fue para silenciarlo, y tuvo un efecto lateral insospechado: delató los nulos controles sobre la DFS; que nada hacían las contralorías interna y federal, el Poder Legislativo, el Judicial y demás. Nadie se metía con la DFS, la del pasado y la de ese momento.
Otro caso que contribuyó a la desaparición de la DFS fue el secuestro, tortura y asesinato en Guadalajara, el 9 de febrero de 1985, de Enrique Camarena, agente de la DEA encubierto e infiltrado en el narco mexicano. Las diligencias sobre su muerte revelaron muchas irregularidades del estamento mexicano de seguridad y justicia.
Entre todo, surgió la posesión de credenciales de la DFS por narcotraficantes, producto de la complicidad que tenía Zorrilla con ellos. No obstante, la solución fue absurda: hacerlo candidato a la diputación federal del primer distrito electoral de Hidalgo. La acción equivalía a hacerlo a un lado, pero también a dotarlo de inmunidad. Concretamente la iniciativa fue de Manuel Bartlett.
Llamaré El Salto a un grupo de oficiales militares que, contra mi opinión, se promovió en 1986 desde el interior de Gobernación para realizar tareas de inteligencia contra el narcotráfico. Un grupo más de los llamados de élite que siempre mancharán la historia del país. El simple enunciado despertaba suspicacias. El grupo fue producto de una oscura y nada institucional relación de Manuel Bartlett con John Gavin, embajador de Estados Unidos en México. El primero buscaba la simpatía estadunidense para su proyecto presidencial. Oficialmente ni la SRE ni la PGR, con responsabilidades en el tema, conocieron nada. Por mi parte, nunca supe cómo comenzó.
La primera noticia la tuve de boca de Bartlett, quien me informó que, como parte de los esfuerzos mexicanos contra el narcotráfico, se había decidido crear un grupo especial de élite para la obtención de información privilegiada. Vinieron a mi cabeza otros hechos de semejante factura, terminados todos mal y que habían dañado severamente al gobierno que los engendró.
Soy un convencido de que los grupos, brigadas, agrupamientos, comisiones especiales y demás entes de ese tipo significan con el tiempo un gran dolor de cabeza. Cito como ejemplos a la Brigada Especial, la Brigada Blanca o los Halcones, grupos que al final fueron criminales y experiencias fatales en términos políticos. Por lo que, luego de hablar del tema con el presidente De la Madrid, me refirió, aunque con poca convicción, que ya Bartlett y Gavin tenían un acuerdo y que de ello se le había informado al general Juan Arévalo Gardoqui, secretario de la Defensa, para efectos de su apoyo.
Hablé con el general, quien, entusiasmado y amistoso como siempre, dijo que ya se seleccionaba al mejor personal, de acuerdo con la descripción del perfil dado por Bartlett. Al mismo tiempo me dejó entrever su desacuerdo con la idea, pues no había conocimiento y, menos, acuerdos entre las partes gubernamentales, cuyas responsabilidades podrían resultar involucradas: Relaciones Exteriores y la PGR. En la Secretaría de la Defensa había conocimiento superficial, dudas serias y preocupación por los efectos.
Es pertinente decir desde ahora que, de rebote, yo sería el operador de ese grupo, cualesquiera que fueran sus modalidades orgánicas y operaciones. Asimismo hay que decir que lo fui, pero nunca me nombraron de forma oficial, nunca responsabilizado por nadie de algo que yo reprobaba, que no me convencía, que me preocupaba y de lo que sabía poco. Alguien, quizá, pensaba que yo no debía saber más, que importaba enormemente la secrecía. Al anunciarme la Defensa que el grupo, de aproximadamente 30 personas, estaba listo, mi primera duda fue: ¿Quiénes son, con qué criterios se reclutaron?, ¿cómo, por quién y dónde se adiestrarían para alcanzar qué perfil, si la parte mexicana ignoraba todo? La respuesta de Bartlett a estas dudas fue lacónica: “Tú déjaselo a los gringos”. Pero no fue posible así como así, pues ellos mismos establecían ciertos requisitos de selección y preentrenamiento, asunto que al general Arévalo no le agradó.
Se formó en tres agrupamientos. Hubo un comandante, el entonces teniente coronel Rigoberto Hernández Rivera, y un segundo comandante, el entonces capitán José Lamberto Ponce Lara. Arreglado todo por la CIA, el grupo voló por varios itinerarios y aerolíneas comerciales hasta coincidir en Houston.
La verdad era que a los oficiales, sumidos en la duda, les faltaba el diseño moral, que es fundamental. Nadie sabía de quién era la camiseta que metafóricamente usarían. Faltaba estímulo, un ejercicio de liderazgo convincente y una misión que nunca se explicó. Todos estos elementos tendían al deterioro de la situación que podría llegar a extremos preocupantes, como finalmente sucedió.
En El Salto comenzaron a reportarse ausencias en el campamento, introducción de alcohol, y quejas de las autoridades estatales y municipales de Durango por algo que hacía turbio el ambiente de seguridad y que, si bien no precisaban, sí advertían como de origen militar.
El comandante de la Décima Zona Militar en Durango, con quien esas autoridades comentaban lo sucedido, dijo ignorar todo al respecto. Si sabía algo o se había comunicado con la Defensa y recibido instrucciones, no lo sé. Los hechos eran informados a Bartlett, paso a paso y con carácter oficial. Por la vía amistosa, yo lo comentaba con el general Arévalo, en el entendido de que los canales militares harían su parte, por lo que decidí no informar de nada al presidente De la Madrid. No debería involucrársele, o al menos no era mi papel informarle, pues era responsabilidad del secretario de Gobernación. Ante esta situación frustrante y peligrosa, se decidió incorporar al grupo a la Ciudad de México en condiciones desconocidas para mí.
A finales de octubre de ese mismo 1988 se hizo público que el presidente electo, Salinas de Gortari, se reuniría con el presidente electo de Estados Unidos, George Bush, en las instalaciones de la NASA en Houston. Me alerté en el sentido de que el presidente Salinas, en el marco de tanta confusión, podría no saber de la existencia del grupo. Consecuentemente me comuniqué con Andrés Massieu, su secretario particular, para pedir una cita con urgencia. Lo hice varias veces y siempre obtuve la misma respuesta: “Al regreso de Houston, don Jorge; no hay espacio en la agenda”. Tuve que llegar al extremo de proponer como recurso al siempre eficaz Andrés volar con Salinas a Houston y regresar por la vía comercial, si así convenía. Me citaron la tarde del día anterior al viaje, en el estacionamiento del Estadio Azteca, donde estaba un helicóptero Puma. Pocos minutos después llegó Salinas.
Abordamos y durante el trayecto hacia su casa en Ticumán, Morelos, no me dejó hablar; era él quien comentaba los fines del viaje. En la terraza de su casa, ante un vaso de limonada, me preguntó: “¿Qué es eso que tiene tanta urgencia?”. Luego de mi informe, agregó: “¿Por qué Manuel no me ha informado nada?”. Mi respuesta fue el silencio.
El 2 de noviembre de 1988, durante el encuentro del presidente electo Salinas de Gortari con el presidente electo de Estados Unidos, Bush padre, El Salto tomó un espacio confidencial, sorprendente en el intercambio de ideas entre los dos presidentes.
Ya en el gobierno de Salinas, ese grupo llevó a cabo las operaciones de detención de Joaquín Hernández Galicia, La Quina, en Tampico, Tamaulipas. Después se disolvió. Y por supuesto que yo coincidí ampliamente con ese criterio.