La negativa del presidente en ejercicio de EEUU, Donald Trump, a reconocer su derrota frente a su oponente demócrata, Joe Biden, en la elección presidencial del pasado 3 de noviembre, es la crónica de un berrinche anunciado. Trump nunca admitió que reconocería el resultado fuera el que fuera, ni dejó de repetir que si no ganaba sería porque habría fraude, antes incluso de que se emitiera el primer voto, mientras sus asesores preparaban desde hace meses la estrategia jurídica para el caso de que las urnas no le favorecieran. Consecuentemente, cuando vio que su fracaso era inevitable, intentó primero detener el recuento -algo que nunca hubiéramos pensado escuchar de labios de un presidente de EEUU-, y después desacreditar los resultados, incluso en Estados -como Georgia o Arizona- en los que los encargados de organizar y controlar la elección son republicanos.
Todos los expertos aseguran que sus impugnaciones en los tribunales no tendrán ningún éxito, no conseguirán cambiar el resultado, máxime cuando la victoria del tándem Biden-Harris no depende de un solo Estado -tienen prácticamente asegurados 306 votos electorales por 232 del actual presidente-, y por diferencias que sin ser abrumadoras están muy por encima de lo que ninguna reclamación en la historia ha logrado revertir. Muchas de las demandas presentadas por el equipo jurídico de Trump han sido rechazadas ya por los jueces, y aunque alguna de carácter más o menos anecdótico fuera aceptada, su repercusión sobre el resultado sería irrelevante. Se desvanecen cada día más las posibilidades de que un litigio importante pueda tener recorrido suficiente para alcanzar el Tribunal Supremo, donde los republicanos se aseguraron una amplia mayoría con la apresurada elección de la jueza conservadora Amy Coney Barret.
Incluso en este caso, es más que dudoso que el Alto Tribunal tomara una decisión contraria a la voluntad popular -Biden ha obtenido cinco millones y medio de votos más que Trump-, sin argumentos jurídicos muy sólidos que los demandantes no son capaces de aportar. No parece que se vayan a atrever a nada más, como sería que algún Congreso estatal de mayoría republicana decidiera elegir a los compromisarios sin tener en cuenta el voto popular. Eso supondría ya la ruptura total con el procedimiento democrático y conduciría a la nación a un enfrentamiento cercano a la guerra civil.
¿Cuál es entonces la finalidad de esta carrera de Trump hacia ninguna parte? Y, sobre todo, ¿por qué le acompaña una mayoría del partido republicano en esta inicua pelea contra la democracia que no puede ganar? La respuesta es que no se trata ya de ganar lo que evidentemente se ha perdido, sino de deslegitimar todo lo posible la victoria del adversario y de dar argumentos a los seguidores propios para que se mantengan en su posición ideológica.
El presidente se deshonra a sí mismo, y deshonra su legado, con esta actitud. Pero ya ha demostrado sobradamente que no tiene ningún interés en ser honorable o en respetar la verdad, si eso le perjudica de algún modo, y muchos de sus admiradores le aplauden por ello. Perder debe resultarle especialmente doloroso -recientemente lo declaró así-, teniendo en cuenta que no se ha privado de llamar perdedor a todo aquel que le ha llevado mínimamente la contraria durante su mandato. Para él, es muy importante que al menos una parte de sus seguidores crea que su derrota ha sido fraudulenta y, al parecer, un 70 % de sus electores lo cree, según encuestas recientes. No porque haya puesto en sus manos pruebas fehacientes, más allá de los bulos disparatados que circulan por las redes, sino solo porque quieren creerlo. Probablemente piensa que mantener una cierta aura de ser víctima de una injusticia le permite dejar su cargo de una forma menos humillante, y podría además facilitar su candidatura de nuevo a la elección en 2024, si eso le interesara, aunque en cuatro años pueden pasar muchas cosas.
Una de esas cosas podría ser que fuera procesado, una vez que dejara la presidencia, por delitos de fraude y evasión fiscal, entre otros. Esta sería una explicación verosímil y comprensible de su resistencia a abandonar el poder. De manera solapada, podría estar jugando a ceder en su posición obstructiva a cambio de garantías de un futuro perdón presidencial o incluso de inmunidad. La teoría de que podría llegar a otorgarse el autoperdón en el tiempo que le queda en el cargo parece un poco exagerada, y además solo sería válido para las demandas que tuvieran carácter federal, no para las estatales.
En cuanto al partido republicano, lo cierto es que en los últimos cuatro años ha sido prácticamente engullido por el ‘trumpismo’, salvo contadas excepciones. Trump ha obtenido el tres de noviembre más de 73 millones de votos, diez más que en la pasada elección, cuando fue elegido presidente, y doce más que el anterior candidato republicano (Mitt Romney en 2012). Más que ningún otro candidato presidencial en la historia, excepto Biden por supuesto. Muchos de esos votos responden a la radicalización política que ha impulsado el actual presidente.
No tanto al personaje, que para algunos es rechazable, como demuestra el hecho de que los resultados en ambas cámaras legislativas sean mejores para los republicanos que los de la presidencia, pero sí a las ideas de neoliberalismo económico a ultranza, egoísmo social y nacional, xenofobia, supremacismo, religiosidad tradicional, rechazo a la globalización y a los intelectuales urbanos, que ha impulsado desde la presidencia. La mayoría del partido republicano está ahora más fanatizado que nunca y los dirigentes republicanos saben que si se oponen frontalmente a esa corriente en este momento, serán arrastrados.
Además, no hay que olvidar que la elección al Senado no ha terminado, faltan por decidir, en una segunda vuelta a principios de enero, los dos escaños correspondientes a Georgia. Si los demócratas ganaran ambos empatarían a 50, y, en ese caso, el voto de la presidencia de la cámara -que corresponde a la vicepresidenta Kamala Harris- decidiría. Esto no sería definitivo, puesto que hay ocasiones en las que se puede requerir una mayoría de 60/40 para aprobar alguna ley, y además en las filas demócratas hay senadores conservadores con los que la administración Biden tendrá que negociar, pero una mayoría republicana en la cámara alta le pondría las cosas muy difíciles para llevar a buen término sus nombramientos y sus políticas más progresistas. Muchos líderes republicanos, como el líder actual de la mayoría, Mitch McConnell, piensan que cuanto más se atice el descontento ante la elección presidencial, más motivado puede estar el electorado republicano en Georgia para acudir a las urnas en enero, y facilitar así una mayoría en el Senado, imprescindible para conservar una cuota de poder muy importante para el partido de cara al futuro.
No obstante, cada vez hay más voces republicanas que piden que se detenga la dinámica antisistema que impulsa el presidente. Es altamente probable que la resistencia vaya decayendo hasta que el 14 de diciembre los miembros del colegio electoral se pronuncien definitivamente, y que el proceso de transición pacífica tenga finalmente lugar en la forma habitual. Lo que no va a paliar el inmenso daño que la insensata actitud de Trump y parte del partido republicano está causando a EEUU, tanto en el interior de la nación como en el escenario internacional.
En el interior, la profunda división ideológica que se ha producido en los últimos años en la sociedad va a verse incrementada por esta inútil pugna, haciendo crecer el resentimiento y el odio entre sectores enfrentados. Una herida que tardará mucho en sanar y con la que tendrá que convivir la administración Biden. Eso si no se producen incidentes más graves por parte de individuos o grupos armados que se sienten respaldados por el actual presidente y sus alegaciones infundadas.
En el exterior, el desprestigio que produce este espectáculo en la imagen de EEUU en el mundo es enorme, y sus consecuencias se sentirán en los próximos años. Ver a la gran nación americana, cuna de la libertad, de la unidad en la pluralidad, de la tolerancia, en este trance tan poco ejemplar, es sin duda muy doloroso para todos los demócratas del mundo.
Esperemos que el tiempo, la moderación de la nueva administración demócrata, y la sensatez que se supone a la mayoría hagan que -cuando pasen estos días de agitación- las aguas vuelvan a su cauce, la nación cure sus heridas y EEUU recupere el papel de guía y valedor de la democracia que ha tenido en los últimos 200 años, por el bien de todos.
* José Enrique de Ayala es miembro del Consejo de Asuntos Europeos de la Fundación Alternativas
El País