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Italia derribó los muros de sus manicomios hace justo 40 años y entregó a la sociedad civil el cuidado de la salud mental. La ley Basaglia, una revolución legal sin precedentes para el tratamiento de estos enfermos, cambió para siempre la visión de un universo social oculto hasta entonces entre paredes acolchadas. Cuatro décadas después, todavía hay trastornos que pueden diagnosticarse con claridad y otros que requerirían todo un simposio de barra de bar. Stefano Bono, esquizofrénico, uno de los chavales que se cruzó el mundo y se fue hasta Japón hace dos años para jugar el primer Mundial de enfermos mentales, lo resumía así:
—Yo estoy loco, vale. Pero entonces, el entrenador de Italia, Gian Piero Ventura, que salió con dos centrocampistas cuando perdimos contra España, ¿qué es?
De modo que la locura va por barrios. Ahí están Enrico Zanchini (entrenador), que se desgañita en la banda del Palazzetto dello Sport de Roma un domingo por la tarde; Santo Rullo (el psiquiatra), que maquina entre bambalinas las hechuras del próximo sueño —organizar un Mundial paralelo al de Qatar en 2022—, y Vincenzo Cantatore (excampeón del mundo de boxeo), que ha puesto a punto al grupo haciéndoles sudar en su cuadrilátero romano.
Hace dos años se patearon Italia buscando enfermos mentales que jugasen al futbol y quisieran enfundarse la camiseta de la selección en Japón. De ahí salió el primer equipo, o más bien “la Armada Brancaleone”, como los llama Zanchini invocando la película de Mario Monicelli. Dos años después, reinciden y organizan en casa el campeonato en el que participan diez selecciones y para el que no reciben ni un euro de empresas privadas. El estigma pesa incluso en los patrocinadores, protestan. Pero no lo olviden: ellos son la única selección italiana que este año jugará un Mundial.
El jueves, a tres días para el arranque de la Dream World Cup, el grupo de 11 futbolistas de entre 23 y 50 años corre empapado bajo la lluvia por el barrio romano de Flaminio detrás de Cantatore, que encima de su bici les trata como a púgiles en ciernes. Están casi todos. Matteo Vitali, 35 años, trastornos de la personalidad, uno de los tres porteros del equipo, se ha olvidado la ropa de deporte y se queda bajo de una sombrilla mientras diluvia. Antonio, delantero de toque, prefiere encerrarse en la habitación del hotel. No piensa bajar por más que se lo pidan. Se queda dormido por los antipsicóticos, lo explicaba en el documental Crazy for Football, la obra de Volfango de Biasi y Francesco Trento que retrató la proeza de Japón. “Es nuestro Cassano. Lleno de talento, pero un poco rompepelotas”, bromea el míster.
Le necesitan. También a Ruben, último hombre del equipo, el capitán. Desgarbado, diestro y técnico, un jugador capaz en la primera jornada de sostener a su equipo cortando desde atrás y construyendo el juego contra Ucrania, que termina goleada. Tiene 23 años, pero a los 15 entró en una depresión de caballo después de que su padre quedase paralizado . “Fue muy duro. Yo estoy mejor, pero ahora ha caído mi hermana”.
Juegan en casa y quieren la copa. El Mundial arrancó el domingo, día del aniversario de la ley (Basaglia, por el médico que la impulsó y que dio lugar al nacimiento de la antipsiquiatría) que convirtió a Italia en el primer país —y el único hasta ahora— en abolir los hospitales psiquiátricos, dando lugar a toda una lógica de tratamiento más compleja según la cual nadie puede ser internado en contra de su voluntad. De hecho, ninguno de los países que juega contra la selección azzurra estos días, recuerda Santo Rullo, tiene algo parecido. Y eso tiene efectos sobre la pista. Japón, último vencedor del Mundial, es uno de los lugares con más manicomios del mundo. “Por eso han traído jugadores con patologías más leves. Y eso condicionará un poco el resultado. Pero para nosotros es importante que empiecen a tirar ese muro a balonazos. Vendrán pacientes más graves y Japón perderá los partidos. Ahora es muy difícil jugar contra ellos”, bromea Rullo. Les esperan en la final.
Italia derribó los muros de sus manicomios hace justo 40 años y entregó a la sociedad civil el cuidado de la salud mental. La ley Basaglia, una revolución legal sin precedentes para el tratamiento de estos enfermos, cambió para siempre la visión de un universo social oculto hasta entonces entre paredes acolchadas. Cuatro décadas después, todavía hay trastornos que pueden diagnosticarse con claridad y otros que requerirían todo un simposio de barra de bar. Stefano Bono, esquizofrénico, uno de los chavales que se cruzó el mundo y se fue hasta Japón hace dos años para jugar el primer Mundial de enfermos mentales, lo resumía así:
—Yo estoy loco, vale. Pero entonces, el entrenador de Italia, Gian Piero Ventura, que salió con dos centrocampistas cuando perdimos contra España, ¿qué es?
De modo que la locura va por barrios. Ahí están Enrico Zanchini (entrenador), que se desgañita en la banda del Palazzetto dello Sport de Roma un domingo por la tarde; Santo Rullo (el psiquiatra), que maquina entre bambalinas las hechuras del próximo sueño —organizar un Mundial paralelo al de Qatar en 2022—, y Vincenzo Cantatore (excampeón del mundo de boxeo), que ha puesto a punto al grupo haciéndoles sudar en su cuadrilátero romano.
Hace dos años se patearon Italia buscando enfermos mentales que jugasen al futbol y quisieran enfundarse la camiseta de la selección en Japón. De ahí salió el primer equipo, o más bien “la Armada Brancaleone”, como los llama Zanchini invocando la película de Mario Monicelli. Dos años después, reinciden y organizan en casa el campeonato en el que participan diez selecciones y para el que no reciben ni un euro de empresas privadas. El estigma pesa incluso en los patrocinadores, protestan. Pero no lo olviden: ellos son la única selección italiana que este año jugará un Mundial.
El jueves, a tres días para el arranque de la Dream World Cup, el grupo de 11 futbolistas de entre 23 y 50 años corre empapado bajo la lluvia por el barrio romano de Flaminio detrás de Cantatore, que encima de su bici les trata como a púgiles en ciernes. Están casi todos. Matteo Vitali, 35 años, trastornos de la personalidad, uno de los tres porteros del equipo, se ha olvidado la ropa de deporte y se queda bajo de una sombrilla mientras diluvia. Antonio, delantero de toque, prefiere encerrarse en la habitación del hotel. No piensa bajar por más que se lo pidan. Se queda dormido por los antipsicóticos, lo explicaba en el documental Crazy for Football, la obra de Volfango de Biasi y Francesco Trento que retrató la proeza de Japón. “Es nuestro Cassano. Lleno de talento, pero un poco rompepelotas”, bromea el míster.
Le necesitan. También a Ruben, último hombre del equipo, el capitán. Desgarbado, diestro y técnico, un jugador capaz en la primera jornada de sostener a su equipo cortando desde atrás y construyendo el juego contra Ucrania, que termina goleada. Tiene 23 años, pero a los 15 entró en una depresión de caballo después de que su padre quedase paralizado . “Fue muy duro. Yo estoy mejor, pero ahora ha caído mi hermana”.
Juegan en casa y quieren la copa. El Mundial arrancó el domingo, día del aniversario de la ley (Basaglia, por el médico que la impulsó y que dio lugar al nacimiento de la antipsiquiatría) que convirtió a Italia en el primer país —y el único hasta ahora— en abolir los hospitales psiquiátricos, dando lugar a toda una lógica de tratamiento más compleja según la cual nadie puede ser internado en contra de su voluntad. De hecho, ninguno de los países que juega contra la selección azzurra estos días, recuerda Santo Rullo, tiene algo parecido. Y eso tiene efectos sobre la pista. Japón, último vencedor del Mundial, es uno de los lugares con más manicomios del mundo. “Por eso han traído jugadores con patologías más leves. Y eso condicionará un poco el resultado. Pero para nosotros es importante que empiecen a tirar ese muro a balonazos. Vendrán pacientes más graves y Japón perderá los partidos. Ahora es muy difícil jugar contra ellos”, bromea Rullo. Les esperan en la final.
Fuente: El país