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Si Rafael Nadal no hubiera elegido la vía del tenis, bien podría haber escogido otro oficio: aniquilador de esperanzas. Pese al empeño y el sacrificio que le puso Guido Pella al tema, el argentino salió por la misma puerta de salida que la inmensa mayoría, porque cuando el número uno enciende el piloto automático, sobre arcilla, no hay prácticamente nadie –hasta la fecha, solo Robin Soderling (2009) y Novak Djokovic (2016)– que pueda aguantar ese ritmo salvaje de tenis terráqueo. De modo que Pella se marchó como tantísimos otros, con la sensación de que había metido la cabeza en una lavadora. 6-2, 6-1 y 6-1 (en 2h 03m), y el mallorquín en la siguiente ronda, elevando prestaciones e imprimiéndole revoluciones al tambor de la máquina. En la tercera corresponde Richard Gasquet, avasallado en los previos: 15-0.
Después de un estreno a trompicones contra Simone Bolelli, fragmentado en dos por la intromisión de la lluvia, Nadal no estaba del todo conforme consigo mismo; sí con la idea de que solucionó un pulso enredado y discreto, pero no con su juego. Insatisfecho por naturaleza, siempre se demanda más, pero del mismo modo sabe que en los toreos a dos semanas su rendimiento es progresivo y que su motor se calienta conforma avanzan los días. Era ya jueves y había sorteado las pequeñas dudas del primer día, así que procedía subir un escalón, una vuelta de tuerca para irse al hotel con un extra más allá del resultado. Así se lo exigía, y así lo consiguió.
Nadal jugó mejor, con más brío y con mayor determinación. Pella (zurdo, 78 del mundo) llevó a cabo un esfuerzo encomiable en el primer parcial, durante casi una hora, pero el premio que obtuvo fue de dos juegos. Casi al límite, había recibido dos paladas de cal encima e incoscientemente aflojó. Su mente dijo basta y su engranaje se atascó. “¡A la mierda, boludo, a la mierda!”, se recriminó cuando ya había cedido el primer set y Nadal estaba ya en su salsa, meneándole de un lado a otro y disfrutando, porque se encontró un escenario ideal: un agradable sol en París, ritmo de peloteo y un público que al atravesar el marco de entrada de la Lenglen se dejó las palmas aplaudiéndole.
A partir de ahí, cuatro de la tarde, una amalgama de golpes (37 ganadores) que fueron deshaciendo a Pella, cada más desdibujado, cada vez menos consistente, cada más cansado. Lo puso todo Güido, como le gritaron desde la grada, pero aun así recibió de lo lindo (siete breaks) y le arañó tan solo cuatro juegos a Nadal. No es una de las victorias más contundentes que ha firmado en Roland Garros –hay al menos seis precedentes en los que entregó solo tres–, pero tuvo un efecto reconstituyente y le situó a solo un paso de Jimmy Connors (232) en victorias logradas en un Grand Slam; en este apartado, manda Roger Federer (332) y le sigue Novak Djokovic (241).
Todo ello en este 31 de mayo, el día que la historia señala como maldito: justo hoy, hace nueve años, en la central, cayó contra Soderling. Pero claro, el sueco fue entonces otra historia. Pella se dejó el alma, pero apenas le hizo cosquillas. El argentino no es el indómito sueco, ni Nadal es aquel Nadal, porque el de hoy día es todavía mucho mejor tenista.
Si Rafael Nadal no hubiera elegido la vía del tenis, bien podría haber escogido otro oficio: aniquilador de esperanzas. Pese al empeño y el sacrificio que le puso Guido Pella al tema, el argentino salió por la misma puerta de salida que la inmensa mayoría, porque cuando el número uno enciende el piloto automático, sobre arcilla, no hay prácticamente nadie –hasta la fecha, solo Robin Soderling (2009) y Novak Djokovic (2016)– que pueda aguantar ese ritmo salvaje de tenis terráqueo. De modo que Pella se marchó como tantísimos otros, con la sensación de que había metido la cabeza en una lavadora. 6-2, 6-1 y 6-1 (en 2h 03m), y el mallorquín en la siguiente ronda, elevando prestaciones e imprimiéndole revoluciones al tambor de la máquina. En la tercera corresponde Richard Gasquet, avasallado en los previos: 15-0.
Después de un estreno a trompicones contra Simone Bolelli, fragmentado en dos por la intromisión de la lluvia, Nadal no estaba del todo conforme consigo mismo; sí con la idea de que solucionó un pulso enredado y discreto, pero no con su juego. Insatisfecho por naturaleza, siempre se demanda más, pero del mismo modo sabe que en los toreos a dos semanas su rendimiento es progresivo y que su motor se calienta conforma avanzan los días. Era ya jueves y había sorteado las pequeñas dudas del primer día, así que procedía subir un escalón, una vuelta de tuerca para irse al hotel con un extra más allá del resultado. Así se lo exigía, y así lo consiguió.
Nadal jugó mejor, con más brío y con mayor determinación. Pella (zurdo, 78 del mundo) llevó a cabo un esfuerzo encomiable en el primer parcial, durante casi una hora, pero el premio que obtuvo fue de dos juegos. Casi al límite, había recibido dos paladas de cal encima e incoscientemente aflojó. Su mente dijo basta y su engranaje se atascó. “¡A la mierda, boludo, a la mierda!”, se recriminó cuando ya había cedido el primer set y Nadal estaba ya en su salsa, meneándole de un lado a otro y disfrutando, porque se encontró un escenario ideal: un agradable sol en París, ritmo de peloteo y un público que al atravesar el marco de entrada de la Lenglen se dejó las palmas aplaudiéndole.
A partir de ahí, cuatro de la tarde, una amalgama de golpes (37 ganadores) que fueron deshaciendo a Pella, cada más desdibujado, cada vez menos consistente, cada más cansado. Lo puso todo Güido, como le gritaron desde la grada, pero aun así recibió de lo lindo (siete breaks) y le arañó tan solo cuatro juegos a Nadal. No es una de las victorias más contundentes que ha firmado en Roland Garros –hay al menos seis precedentes en los que entregó solo tres–, pero tuvo un efecto reconstituyente y le situó a solo un paso de Jimmy Connors (232) en victorias logradas en un Grand Slam; en este apartado, manda Roger Federer (332) y le sigue Novak Djokovic (241).
Todo ello en este 31 de mayo, el día que la historia señala como maldito: justo hoy, hace nueve años, en la central, cayó contra Soderling. Pero claro, el sueco fue entonces otra historia. Pella se dejó el alma, pero apenas le hizo cosquillas. El argentino no es el indómito sueco, ni Nadal es aquel Nadal, porque el de hoy día es todavía mucho mejor tenista.
Fuente: El País