No es cierto que el coronavirus haya igualado a ricos y pobres en la enfermedad y la muerte, por mucho que Tom Hanks, Boris Johnson o el Príncipe de Gales se encuentren entre los afectados –todos fuera de peligro a estas alturas–. Puede que el virus no haga preguntas, pero a los ricos de Nueva York no los ha encontrado en casa.
El mapa de la epidemia por códigos postales pinta una realidad a colores que no deja dudas. De entre los veinte barrios con menos casos de contagio en toda la ciudad, todos menos uno son los más acaudalados. Manhattan se ha quedado vacío. Las sirenas aúllan porque traen y llevan enfermos a los hospitales, que esta semana han llegado a registrar 824 muertos en un solo día, pero quienes tenían vistas a Central Park han salido de la ciudad en aviones privados y se han alquilado casas multimillonarias en Los Hamptons, el área costera de Long Island en la que veranean.
Hasta ahí les lleva a domicilio lo que más echen de menos la empresa de helicópteros Blade, el Uber de las hélices, que a pesar de cobrar entre 600 y 800 dólares por entrega (en euros, entre 500 y 700), dice haber recibido un aluvión de pedidos. Solo en Southampton, la población ha pasado de 60.000 a 100.000 habitantes. Los nuevos residentes pagaban lo que fuera por salir de la Gran Manzana y tener una cuarentena de lujo. El inversor inmobiliario Joe Farrell dijo haber alquilado una de sus mansiones en Bridgehampton a un magnate del textil desesperado por abandonar la manzana podrida que ha pagado dos millones de dólares (1,8 millones de euros) por la temporada completa hasta final de agosto. Diez habitaciones, 15 cuartos de baños, una bolera, sala de cine, pista de patinaje y, por supuesto, una piscina climatizada al lado del mar, por si el verano tarda en llegar.
Con Manhattan abandonado a las sirenas de las ambulancias, una organización evangélica que predica el odio hacia los homosexuales y el islam ha levantado un hospital de campaña en pleno Central Park para acompañar a los enfermos de coronavirus en su duelo con la muerte. Es otra imagen apocalíptica difícil de encajar en el Nueva York de la pandemia, donde se puede pasear por en medio de la Quinta Avenida sin mirar atrás.
Al vaciarse las calles, la miseria ha quedado al descubierto. Los sintecho no tienen dónde esconderse y ya no quedan ni Starbucks en los que puedan colarse para usar el baño. Son los únicos que habitan las calles y duermen en el mundo subterráneo del metro, donde se mezclan con los obreros que no han podido escapar del trabajo. Atrapados entre el miedo a quedarse sin él y el miedo a caer enfermos, los que ni siquiera tienen cualificaciones para el teletrabajo siguen cogiendo el transporte público cada día para abastecer los supermercados, cocinar en los restaurantes o pedalear en el reparto a domicilio. Una encuesta del Pew Center reveló que a la mayoría de los neoyorquinos que ganan más de cien mil dólares les mantendrían el puesto si perdieran dos semanas de trabajo por enfermar de coronavirus. La pandemia está exponiendo las bisagras chirriantes de un sistema que las ocultaba con demasiadas luces de neón.
La ciudad que nunca dormía tiene ahora un toque de queda y la hora punta es más punta que nunca. Al atardecer, cuando acaban el turno y cierra todo, los peones se quitan la mascarilla y se amontonan a la entrada del ferry de Staten Island, como si las precauciones del día fueran un teatro para tranquilizar a los que cogen la bolsa que entregan casi sin tocarla.
El 75% de estos trabajadores que han quedado en primera línea de fuego pertenecen a minorías étnicas, según un estudio del interventor público de la ciudad Scott Stringer. Los hispanos representan el 60% de quienes hacen los trabajos de limpieza y los negros el 40% de los que operan el transporte público.
Por lo mismo, son los que más muertos aportan a la pandemia. El 34% de las víctimas en Nueva York son hispanos, el 28% afroamericanos. En Estados como Louisiana, donde las disparidades sociales son todavía mayores, los negros suponen el 70% de las víctimas, porque esta población marginada ya sufría más diabetes, hipertensión y otros males de la comida basura asociada con la pobreza. Contener la enfermedad fuera del núcleo familiar es casi imposible. ¿Cómo se pone a alguien en cuarentena cuando duermen tres generaciones en un apartamento de un solo dormitorio?
En las próximas semanas ellos seguirán abasteciendo los supermercados y las estadísticas. Los ricos se espantarán cuando encuentren sus calles tomadas por los mendigos y las colas de parados esperando un plato de comida a las afueras de su iglesia, pero no hay duda de que esta primavera arrojará más luz que ninguna otra sobre las miserias del capitalismo en la hoguera de las vanidades.
Cierre escolar
El alcalde de la ciudad, Bill de Blasio, se ha visto obligado a anunciar que el año escolar se da por terminado ante la imposibilidad de recuperar la normalidad antes del verano en el Estado. «Esta decisión no ha tenido nada de fácil. Dios sabe el dolor que me produce decir que no habrá más escuelas este año. Pero también sabe que es lo correcto», declaró De Blasio en comentarios recogidos por 'The New York Times'. Por otro lado, el político se negó a confirmar si abrirían las escuelas de apoyo en verano, ya que dijo que hay que mantenerse «a la espera de ver cómo evoluciona la situación».
El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, se pronunció en contra de la medida anunciada por el alcalde de la Gran Manzan y aseguró que, legalmente, esa es una decisión que debe tomar él. «Es mi autoridad legal tomar una decisión así», afirmó Cuomo, que gobierna toda la región del Estado de Nueva York.
Con información de El Comercio