En México hay pocas cosas más sancionadas que ser “fea”. El insulto más común hacia la mujer —no importa su ocupación, nivel educativo o actividad— suele ser uno referente a su aspecto físico.
A las feministas que a principios de este mes tomaron la Comisión de Derechos Humanos (CNDH) —para exigir soluciones a la incesante violencia contra las mujeres en el país— se les acusó, entre muchas otras cosas, de ser feas. A la esposa del presidente de México, Beatriz Gutiérrez Müller, se le hizo tendencia en redes sociales por un vestido que usó para la celebración del Día de la Independencia y le han llamado “bruja”.
Cualquier mujer puede dar testimonio de las agresiones que sufre por su apariencia. Es mi caso también. He hecho periodismo de opinión desde hace diez años. Cuando mis colegas hombres enfrentan animadversión por parte de sus lectores, reciben insultos por sus supuestas tendencias ideológicas, quizás por la falta de argumentaciones o credibilidad. Pero a las mujeres se nos insulta con una frecuencia inusitada por ser “feas”. Los ámbitos del periodismo y de la opinión pública no son los únicos en los que sucede.
La obsesión patriarcal con el físico de las mujeres es tóxica no solo para la manera en que convivimos como sociedad, sino también tiene consecuencias económicas nocivas y tangibles. Los estudios de Raymundo M. Campos y Eva González han mostrado que una mujer con sobrepeso tiene que mandar un 37 por ciento más aplicaciones de trabajo para obtener el mismo número de entrevistas que una mujer con un cuerpo más delgado. En el caso de los hombres, el peso o apariencia física no demostró ser un factor decisivo en su contratación. No solo eso, las mujeres que cumplen con ciertos estándares estéticos en México tienen mejores salarios.
Esta discriminación basada en la apariencia de las mujeres, y normalizada por la cultura patriarcal mexicana, debe detenerse. Por muchas razones, pero también por dos factores que deben importarnos a todos: no erradicar la constante “penalización” laboral y social a las mujeres por cómo lucen, implica fuertes pérdidas económicas para México y un ensanchamiento de la desigualdad en país tan desigual.
Las pérdidas económicas son evidentes en el mercado laboral femenino. Se estima que las mujeres con sobrepeso tienen un sueldo 16 por ciento menor que las mujeres que están en un rango supuestamente “normal” de peso aún si cuentan con las mismas credenciales. Para un país como México, donde dos de cada cinco mujeres presenta obesidad, las consecuencias para el nivel de ingreso son ominosas. Una buena parte de la pobreza en mujeres de bajos ingresos bien podría explicarse por burdas discriminaciones por apariencia.
La discriminación por la apariencia física también ensancha la desigualdad sobre todo porque en México, un país todavía muy racista; la belleza parece estar asociada con tener un color de piel claro. Y tener un color de piel claro conlleva un mayor nivel socioeconómico. Esto afecta a la sociedad en su conjunto, pero especialmente a las mujeres, cuya situación laboral ya es precaria: las mexicanas realizan buena parte del trabajo no remunerado, que representa alrededor del 23 por ciento del PIB de México. También crea un círculo vicioso donde las ocupaciones y los trabajos con más altos ingresos tienden a otorgase a mujeres blancas que son, en promedio, quienes menos los necesitan.
La preferencia por un tipo de piel refuerza desigualdades que se han gestado y retroalimentado desde el sistema de castas colonial. Es momento de independizarnos de ese esquema de pensamiento que afecta a todos los mexicanos y que las mujeres padecemos con enorme crudeza.
Detener la misoginia física requiere solidaridad femenina y demandas concretas a los gobiernos federal y locales y al sector empresarial. Los liderazgos femeninos son menos susceptibles a discriminar por apariencia. Si las mujeres que ya tienen puestos de mando ayudan a otras a obtenerlos, la cultura de contrataciones cambiará.
Más allá de acciones afirmativas para fomentar los liderazgos femeninos es importante cambiar las reglas del juego del gobierno y el sector privado. Debe ser ilegal solicitar currículos con fotografías y deben encontrarse formas de evidenciar los sesgos racistas de empleadores. Toda empresa o gobierno debe entrenar a su personal para comprender sesgos de género y de discriminación racial y crear mecanismos —como mesas de deliberación independientes— para evitarlos.
Desde las trincheras del feminismo movilizado en México hay también una lucha importante que dar. La falta de éxito del gobierno mexicano por eliminar la creciente violencia contra las mujeres ha causado la protesta de colectivas feministas. La labor de estos grupos, hasta ahora, se ha enfocado mayormente en la protesta pública. Aunque es una herramienta cívica legítima y celebrable, no es suficiente.
Es momento de articular el clamor público y la solidaridad de la sociedad en reclamos tan concretos como se puedan para que el gobierno se vea presionado a actuar con urgencia y diseñar políticas que reduzcan la violencia física contra las mujeres. Y, en el terreno cultural, debemos trabajar colectivamente para generar los cambios hondos necesarios para que las mujeres no seamos juzgadas por cómo nos vemos.
El camino es largo. Muchos hombres mexicanos todavía no entienden nada sobre discriminación física por género. Cuando en la semana tuitee una crítica a la discriminación por apariencia que sufren las mujeres, un actor reconocido me contestó sarcásticamente si me sentiría mejor con que se hablara también del físico de los hombres. Esa equivalencia falsa, que es tan común, es parte del problema.
Que cambiemos (y reconozcamos) nuestras maneras de juzgar a las mujeres por su apariencia es quizá un gran paso hacia cambios más urgentes y necesarios que podrían conducir a una reducción de la violencia contra las mujeres.
Solo mediante la creación de más conciencia social, incluyendo en los hombres, México podrá transitar hacia ser un país más justo.
Viri Ríos es analista política y colaboradora regular en español de The New York Times. @Viri_Rios
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