Yucatán, escenario de una dura batalla por los cultivos transgénicos
El paisaje es espectacular.
Las plantas de soya se extienden en el horizonte hasta donde los ojos no llegan y el verde intenso del suelo compite con el azul sin manchas del cielo. El viento que sopla sin fuerza no alcanza a aliviar del castigo del sol, pero mece los arbustos en una cadencia interminable, rítmica, silenciosa.
La visión invita al optimismo: el campo yucateco, miles y miles de hectáreas, está a punto de producir en cantidades de asombro. El sueño del rendimiento multiplicado al fin se hace realidad… Lamentablemente, se trata de un campo de producción de Monsanto. Las plantas son inventos de la biotecnología y la quimera del milagro reproductor es humo que se disipa entre disputas, polémicas y pleitos legales. El espejismo da paso a la realidad.
De semillas y batallas
Monsanto, multinacional estadounidense, es líder en la investigación y producción de los cultivos transgénicos, sobre los cuales se libra desde hace varios años una guerra que tiene en Yucatán uno de sus campos de batalla. Las plantas transgénicas son creadas por la alteración de los genes de las semillas tradicionales con dos fines específicos: hacerlas resistentes a plagas y tolerantes a herbicidas. Por ejemplo, los biotecnólogos le han insertado al maíz amarillo mexicano el gen de una bacteria a fin de convertirlo en un organismo completamente nuevo que es venenoso para los insectos lepidópteros y coleópteros, dos de sus enemigos más feroces.
En México crecen varios tipos de plantas transgénicas: alfalfa, algodón, maíz, trigo. En Yucatán, desde 2003 se cultiva una planta de soya a la que se transfirió un gen para hacerla resistente al glifosato, un potente herbicida de amplio espectro.
Hace meses la Sagarpa autorizó la siembra con fines comerciales, el primer permiso de este tipo en el país, de 253,000 hectáreas de soya transgénica, 30,000 en la Península. Recursos jurídicos promovidos por la sociedad civil, campesinos, apicultores e instancias como la Seduma han frenado el avance, pero el conflicto sigue vivo, en una fase crucial.
Remedio o enfermedad
Los cultivos transgénicos son objeto de un apasionado debate mundial sobre sus supuestos beneficios y sus riesgos potenciales para la salud y el ambiente. Las implicaciones de esta batalla alcanzan complejos entramados culturales, sociales, éticos, médicos, económicos, históricos.
La comunidad científica que los defiende ve en ellos una solución al hambre en el mundo al mejorar el rendimiento de los cultivos y un alivio al uso indiscriminado de plaguicidas y fertilizantes.
En cambio, los ecologistas aseguran que son un veneno mortal para el hombre y el ecosistema. La ingeniería genética, acusan, es un camino acelerado hacia una agricultura que violenta los acuerdos internacionales sobre desarrollo sostenible, medio ambiente y preservación de la diversidad genética.
Genes de un mundo feliz
Si son ciertos los datos de Monsanto, no hay duda de que el tren biotecnológico nos está conduciendo a un mundo mejor.
En cuestión de seguridad, no hay problemas documentados por el uso de transgénicos en la alimentación animal o humana, asegura Monsanto.
En el mundo hay más de 200 millones de hectáreas con cultivos genéticamente modificados. En Estados Unidos, el 70% de la soya que se cosecha anualmente es transgénica.
En materia medioambiental, la siembra de las semillas transgénicas ha evitado el uso de más de 300,000 toneladas de pesticidas y la emisión de más de 10 millones de toneladas de gases de efecto invernadero por la reducción en el uso de combustible.
Los beneficios adicionales alcanzarían, según la multinacional estadounidense, 40,000 millones de dólares.
Sus defensores van más allá: aseguran que los transgénicos son la única respuesta a los problemas que acarrean la urbanización y el cambio climático, que reducen el suelo cultivable. Hay que considerar, dicen, que en 2030 seremos más de 8,000 millones de bocas en el planeta. “Es más será la biotecnología la que logre el equilibrio entre uso y preservación del medio”.
El ojo en el retrovisor
En la incertidumbre está la raíz del miedo: ¿quién puede asegurar cuál puede ser la reacción de un determinado ser vivo cuando se introduce en él algo que no pertenece a su cadena genética? El primer alimento transgénico fue liberado en el mercado en 1992: un tomate de mejor sabor y maduración retardada que facilitaba su almacenamiento. Luego vinieron la soya, algodón, papa, girasol, maíz, sorgo y trigo. Actualmente más de 300 alimentos están en las últimas fases de experimentación o las primeras de comercialización.
Es precisamente por las dudas que el doctor Eduardo Batllori Sampedro, secretario de Desarrollo Urbano y Medio Ambiente (Seduma), apela al principio de precaución: “La liberación de los cultivos transgénicos supone una amenaza porque no hay suficiente evidencia de su inocuidad para la salud humana y para el ambiente”. Incluso, advierte, podríamos correr el riesgo de no alcanzar a ver los peligros, de subestimarlos, como ocurrió con la Revolución Verde, allá por los años 50-60. “Al impulsor de esta técnica, que se basaba en los monocultivos y el uso del DDT, considerado entonces un adelanto científico, incluso le dieron el Premio Nobel”, recuerda. “Si bien hubo un incremento en la productividad, tuvieron que pasar tres décadas para darnos cuenta del altísimo precio que tuvimos que pagar: enfermedades, muertes y malformaciones por los graves efectos de esas sustancias en la salud humana y el ambiente”.
¿A qué precio?
“Estudios de la Uady, Cinvestav y otros centros de investigación hallaron en la sangre de mujeres yucatecas con cáncer cervicouterino o mamario un coctel de pesticidas. En la leche materna muchas mamás dan a sus hijos una combinación letal de sustancias químicas. Esto explica por qué nuestra Unidad Oncológica atiende a tantos niños con cáncer que vienen del oriente y del sur del estado, donde se utilizan garrapaticidas, herbicidas, pesticidas en grandes cantidades. Muchas malformaciones infantiles también tienen su origen en este problema”.
“El DDT, en su momento una herramienta imprescindible para la actividad agrícola, resultó ser un veneno terrible. Si bien se incrementó la productividad, a final de cuentas la Revolución Verde no resolvió el hambre ni la desnutrición, porque no se trata de un problema de producción, sino de distribución, de acceso, de especulación y de otras cuestiones más que nada comerciales y económicas”, dice Batllori.