Para leer e intentar entender Finalmente llegó el macro súper domingo 4 de julio. En 14 estados se realizaron elecciones, en 12 para gobernador. La expectativa era doble: por una parte, en casi la mitad de las entidades federativas del país se renovaban sus autoridades locales; después de los malos resultados que había obtenido el partido del presidente Calderón en 2009, este año tendría su prueba decisiva antes de 2012. Por otra parte, la impensable alianza electoral entre el PAN y el PRD se había construido en cinco estados, todos gobernados por el PRI. Los impulsores de esta medida, en alguna forma desesperada ante el imparable paso priista, se jugaban literalmente el “pellejo” político. Yucatán en mayo había sido la primera muestra de lo que se pronosticaba como un domingo tricolor, con anuncios de “carro completo” incluidos.
El contexto nacional está dominado por la violencia y la inseguridad. En varios estados, especialmente del norte, las ejecuciones y enfrentamientos producto de la lucha entre carteles de la droga se han vuelto parte de una dudosa cotidianidad. El artero asesinato de Rodolfo Torre Cantú, candidato a gobernador del PRI en Tamaulipas, seis días antes de la elección no auguraba más que pesimismo en la participación ciudadana, muy posiblemente amedrentada frente al desafío al Estado y a sus instituciones que significó este abominable crimen.
El esfuerzo colectivo que permitió reposicionar el tema de la reforma política en enero de este año sufrió el desplazamiento del interés de la cúpula política del país, más concentrada en el proceso electoral que en la solución de los problemas de fondo que aquejan al sistema político en su conjunto. Los roces y enfrentamientos producto de la contienda electoral, intervenciones telefónicas incluidas, alejó aún más a los actores políticos: presidente, partidos, legisladores. Aun el llamado presidencial a trascender las diferencias partidistas y políticas para enfrentar unidos al crimen organizado pareció quedar en suspenso hasta después del 4 de julio.
La noche del domingo trajo sorpresas. Ni las más prestigiadas empresas encuestadoras pudieron pronosticar los resultados apretados que comenzaban a llegar, menos la derrota de candidatos priistas a quienes se les ubicaba 20 puntos arriba de su más cercano competidor. Para la oposición al PRI, las alianzas funcionaron; lo que parecía inimaginable un año antes, después del triunfo arrollador del PRI en la totalidad de los distritos electorales federales de Puebla y Oaxaca sucedió: ganó la coalición PAN-PRD. En el emblemático Sinaloa, tierra de Manuel Clouthier y Francisco Labastida, triunfó otro aliancista. De primera intención, sin el cómputo que se efectuará hasta el domingo 11 y las impugnaciones ante los tribunales que seguramente seguirán, de cinco estados donde se concretó la coalición, triunfó en tres y peleará en los otros dos, donde afirma tener elementos para adjudicarse la victoria (Durango) o solicitar la anulación (Hidalgo).
En Veracruz un ex priista de 2004, funcionario de los dos gobiernos panistas, reclama la victoria supuestamente “con las actas en la mano”. El proceso ha sido cuestionado también por el tercer contendiente, Dante Delgado. Un largo litigio en tribunales está por iniciarse. En ninguno de los estados gobernados por el PAN (Aguascalientes y Tlaxcala) y el PRD (Zacatecas) pudo refrendar su hegemonía el partido gobernante: perdieron. Tlaxcala es el único que ha sido gobernado por las tres fuerzas partidistas —PRI, PRD, PAN— en los últimos tres sexenios. Ahora nuevamente retornará el PRI. Aguascalientes fue panista 12 años: el PRI ganó y Zacatecas, bastión perredista desde 1998, fue recuperado por el PRI con un ex militante del PRD como candidato.
Por lo pronto, seis de 12 entidades cambiarán de partido en el gobierno. Esto sin contar los numerosos cambios partidistas en las presidencias municipales, incluidas las capitales. El sabor de la alternancia se ha instalado en el gusto de los electores.
Heraldo de los cambios políticos, Baja California fue el primer estado del país con gobernador panista en 1989. El domingo, en sus elecciones intermedias, registró el triunfo total del PRI en sus cinco ayuntamientos, incluidos Mexicali y Tijuana. Allá había ganado el PAN las seis diputaciones federales hace apenas un año.
Varios son los denominadores comunes de las victorias y de las derrotas. Ganaron los que supieron generar un proceso interno respetuoso, sin avasallamiento ni despojo; los que compartieron con otras corrientes políticas las candidaturas a las alcaldías, internamente como en el PRI de Chihuahua y Aguascalientes; en las alianzas, con el partido mejor posicionado, como en Benito Juárez-Cancún. Perdieron quienes se empecinaron en imponer una candidatura, a costa de la unidad partidista; los que mostraron como gobernantes conductas de excesos y dispendio, de dinero y de poder; los que creyeron en el “triunfo inevitable”, minimizaron al adversario y lo menospreciaron.
Los ciudadanos demostraron una vez más que están muy por encima de sus políticos. Integraron mesas directivas de casilla en medio de rumores y sospechas de actos violentos; aunque en menor número que en 2009, acudieron a votar. Pero lo más importante: hicieron suyo el poder del voto para cambiar partido en el gobierno; para sostener a quienes le brindan cierta sensación de seguridad, aunque sus estados estén sumidos en una espiral de violencia. Esto no significa que se hayan solucionado mágicamente los conflictos que han cimbrado el sistema electoral mexicano: dinero sin control, poder sin contrapesos. Tampoco las alianzas son solución a todos los problemas de los partidos políticos ni los coloca automáticamente en la senda del triunfo. Pero, al menos, este 4 de julio trajo una bocanada de aire fresco y un abono a la esperanza colectiva.
Mantener la capacidad de cambiar gobernantes y rumbo de una sociedad mediante el voto es lo que da sentido a la democracia. Parece que el poder del dinero y del miedo para adulterar la voluntad ciudadana, tocó sus límites en esos 14 estados, al menos en esta elección.
Sin embargo, la polarización política generada desde 2006 y exacerbada en este año puede alejar la construcción de acuerdos básicos entre los actores políticos para la reforma impostergable. “Visión de Estado” significa ver más allá de la coyuntura electoral, sea 2010 o 2012 y decidirse a realizar lo trascendente, aunque afecte privilegios o posibilidades electorales inmediatas. ¿La tendrán quienes nos gobiernan?