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Uruguay sumó su segunda victoria en el Mundial tras superar a Arabia Saudí y selló su pase a los octavos de final con uno de los partidos menos memorables del campeonato. Con un ritmo cansino, inferior al de cualquier partidillo de entrenamiento, y a partir de un solitario gol de Luis Suárez que llegó porque Al Owais, el portero saudí -una de las novedades de Pizzi (en qué momento)-, cometió un error grosero con una salida en falso en un córner, La Celeste cumplió con el guion establecido. Eso sí, su interpretación rozó el pragmatismo más gris, emocionante al lado de cualquier trámite burocrático lleno de papeles. No tiene el equipo de Tabárez vocación de león, pero la dimensión de sus dientes (Cavani y Suárez suman juntos 71 goles esta temporada) le obligan a morder por contrato, mucho más si tiene en frente a la presa más tierna del torneo.
Solo Suárez, en su partido 100 con Uruguay, inquietó a la defensa de Arabia Saudí, un equipo que en el primer cuarto de hora demostró un orden desconocido, e incluso por momentos una capacidad para asociarse mayor que la de Uruguay. Con Carlos Sánchez y el Cebolla Rodríguez en las bandas, todo el peso creativo cayó sobre Vecino y Betancur. El segundo, tan técnico, tan elegante y tan lento, convirtió cualquier amago de revolución en un paseo relajado. Tuvo que bajar hasta su campo Cavani para sentir el balón en las botas, y cuando lo logró en territorio rival tampoco demostró que de ellas salgan bocados con la facilidad que se le presuponen. Lo más provechoso que hizo el delantero celeste fue colocarle un centro perfecto a Sánchez, que este envió fuera con un remate ortopédico.
Que a Arabia Saudí se le atraganta el gol resulta evidente cuando sus jugadores se sienten en la obligación de disparar. Solo Al Faraj, con un zurdazo que se marchó por poco, obligó a Muslera a abandonar este estado zen en el que se encontraba ante tanta pasividad. Pero en lo demás, en tocar el balón a parir de los medios -cinco esta vez- y en moverlo con cierto criterio de un lado al otro sí que demostró buenas maneras. Al menos hasta que cualquier entrega requería de un desplazamiento lejano, materia que suspendían sistemáticamente todos sus futbolistas. Mucho más fiables los uruguayos, no especialmente artísticos pero sí eficaces, con el paso del tiempo y el pesar de las múltiples carreras de los saudíes, llegaron con mayor cotidianeidad al área de Al Owais. No convirtieron ese acercamiento en un bombardeo ni nada que se le pareciera, pero sí le escondieron el balón lo suficiente como para que el desánimo cundiera en el equipo de Pizzi.
Si pretendió agarrarse a su superioridad técnica, Uruguay fracasó. Si lo que quiso fue desinflar a Arabia Saudí (eliminada del torneo) a partir del tedio, lo logró sobradamente. Las victorias por la mínima, como la que obtuvo también en su debut ante Egipto, ofrecen un enorme premio, pero evidencian multitud de condicionantes. No le han resultado un problema hasta el momento al equipo de Tabárez, pero bien haría en revisar los detalles que refleja su actual hoja de ruta.
Uruguay sumó su segunda victoria en el Mundial tras superar a Arabia Saudí y selló su pase a los octavos de final con uno de los partidos menos memorables del campeonato. Con un ritmo cansino, inferior al de cualquier partidillo de entrenamiento, y a partir de un solitario gol de Luis Suárez que llegó porque Al Owais, el portero saudí -una de las novedades de Pizzi (en qué momento)-, cometió un error grosero con una salida en falso en un córner, La Celeste cumplió con el guion establecido. Eso sí, su interpretación rozó el pragmatismo más gris, emocionante al lado de cualquier trámite burocrático lleno de papeles. No tiene el equipo de Tabárez vocación de león, pero la dimensión de sus dientes (Cavani y Suárez suman juntos 71 goles esta temporada) le obligan a morder por contrato, mucho más si tiene en frente a la presa más tierna del torneo.
Solo Suárez, en su partido 100 con Uruguay, inquietó a la defensa de Arabia Saudí, un equipo que en el primer cuarto de hora demostró un orden desconocido, e incluso por momentos una capacidad para asociarse mayor que la de Uruguay. Con Carlos Sánchez y el Cebolla Rodríguez en las bandas, todo el peso creativo cayó sobre Vecino y Betancur. El segundo, tan técnico, tan elegante y tan lento, convirtió cualquier amago de revolución en un paseo relajado. Tuvo que bajar hasta su campo Cavani para sentir el balón en las botas, y cuando lo logró en territorio rival tampoco demostró que de ellas salgan bocados con la facilidad que se le presuponen. Lo más provechoso que hizo el delantero celeste fue colocarle un centro perfecto a Sánchez, que este envió fuera con un remate ortopédico.
Que a Arabia Saudí se le atraganta el gol resulta evidente cuando sus jugadores se sienten en la obligación de disparar. Solo Al Faraj, con un zurdazo que se marchó por poco, obligó a Muslera a abandonar este estado zen en el que se encontraba ante tanta pasividad. Pero en lo demás, en tocar el balón a parir de los medios -cinco esta vez- y en moverlo con cierto criterio de un lado al otro sí que demostró buenas maneras. Al menos hasta que cualquier entrega requería de un desplazamiento lejano, materia que suspendían sistemáticamente todos sus futbolistas. Mucho más fiables los uruguayos, no especialmente artísticos pero sí eficaces, con el paso del tiempo y el pesar de las múltiples carreras de los saudíes, llegaron con mayor cotidianeidad al área de Al Owais. No convirtieron ese acercamiento en un bombardeo ni nada que se le pareciera, pero sí le escondieron el balón lo suficiente como para que el desánimo cundiera en el equipo de Pizzi.
Si pretendió agarrarse a su superioridad técnica, Uruguay fracasó. Si lo que quiso fue desinflar a Arabia Saudí (eliminada del torneo) a partir del tedio, lo logró sobradamente. Las victorias por la mínima, como la que obtuvo también en su debut ante Egipto, ofrecen un enorme premio, pero evidencian multitud de condicionantes. No le han resultado un problema hasta el momento al equipo de Tabárez, pero bien haría en revisar los detalles que refleja su actual hoja de ruta.
Fuente: El País