(Proceso).- La ciudadanía mexicana se volcó a las urnas y envió un mandato claro y fuerte: ¡queremos un cambio verdadero! Nunca un candidato presidencial mexicano había obtenido más de la mitad de los votos (aunque oficialmente sucedía así en las elecciones previas a 1994, éstas eran una simulación que permitían vender en el mundo la apariencia de una democracia formal), como sucedió el pasado domingo 1 de julio.
Este resultado electoral es incluso más trascendente que el del 2 de julio del año 2000, ya que abre la puerta a la transformación del modelo de desarrollo económico y del sistema político mexicano, caracterizado todavía por muchos de los rasgos que le imprimió el autoritarismo. Para ponerlo en términos muy llanos: la población demanda la construcción de un nuevo modelo de desarrollo económico que permita abatir la pobreza y reducir las desigualdades; pero también urge a la clase política mexicana para que construya un sistema político democrático que empodere a la ciudadanía.
El voto ciudadano le otorgó un indiscutible triunfo a la coalición Juntos Haremos Historia y a su candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador, con poco más de 30 millones de votos distribuidos en el territorio nacional; el único estado donde no fue el más votado es en Guanajuato. Pero además, aunque con porcentajes de votación muy por debajo de los que otorgó a López Obrador, el sufragio popular otorga a la coalición que él encabeza mayoría en ambas cámaras y el triunfo, ya reconocido, en cinco de los nueve ejecutivos estatales en disputa.
Incluso, de acuerdo con los resultados que arrojan los programas de resultados preliminares de las 29 entidades donde hubo renovación de los congresos locales, en 17 de ellos la coalición Juntos Haremos Historia logró la mayoría de los legisladores.
La respuesta ciudadana a las voces que, especialmente en los últimos días de las campañas, recordaban la importancia de una segunda vuelta electoral o llamaban al voto cruzado para no otorgar mucho poder al jefe del Ejecutivo federal, fue contundente: dejó claro que, al menos en esta ocasión, no hay necesidad de una segunda vuelta, pues la mayoría de los votantes no tiene dudas de quién quieren que ocupe la silla presidencial; más aún, le dieron la fuerza suficiente para impulsar los anhelados cambios, incluso si éstos requieren reformas legislativas, ya que le otorgaron la mayoría en el Congreso.
La ciudadanía ya no admite pretextos de parte de quien, a partir del 1 de diciembre próximo, se convertirá en titular del Poder Ejecutivo, porque también le otorgó –como él reiteradamente solicitó en la campaña– el voto parejo y, en consecuencia, la mayoría en el Congreso de la Unión, a fin de que las bancadas de los partidos que conformaron la coalición tengan los votos suficientes para sacar adelante las reformas legislativas necesarias para conseguir la prometida cuarta transformación.
Según los cálculos preliminares, la coalición tendrá más de 300 diputados, lo que incluso la deja muy cerca de los 334 que se requieren para lograr los dos tercios necesarios a fin de lograr una reforma constitucional. En el Senado tendrá 70 escaños, y para modificar la Carta Magna se precisa del voto favorable de 86 senadores. Pero además, si logra pasar la aduana del Congreso de la Unión, ya tiene asegurados los 17 congresos estatales que se requieren para las reformas constitucionales.
Ese amplísimo respaldo ciudadano otorga una amplia legitimidad democrática al nuevo gobierno, pero también implica una enorme responsabilidad, pues acompaña el mensaje claro y contundente de las herramientas necesarias para impulsar la transformación.
En contrapartida, el nuevo gobierno recibirá un país en ruinas: con 53 millones de pobres; con desigualdades extremas, como el hecho de que la mitad del 20% de la población con menores ingresos (en promedio alrededor de los 2 mil 600 pesos mensuales) nace y muere en las mismas condiciones, sin poder salir de esas pésimas condiciones de vida; con importantes ámbitos del territorio nacional en poder del crimen organizado, evidenciando la debilidad del Estado mexicano; con una extendida corrupción, en la que participan tanto funcionarios públicos como particulares, que optan por esa ruta como la vía para sortear los obstáculos burocráticos.
Por si esto fuera poco, en las finanzas públicas nacionales no hay mucho margen de maniobra, toda vez que el endeudamiento ya alcanza el 50% del Producto Interno Bruto y las calificadoras internacionales ya han advertido que, de rebasarse dicho tope, revisarán su calificación; los niveles de recaudación son bajos, ya que México es el país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos con el menor porcentaje del PIB en ingresos tributarios: únicamente el 17.4% (el país que le sigue es Chile, con el 20.7, es decir, poco más de tres puntos porcentuales más; y el que más recauda es Dinamarca, con el 46.6%, es decir, 2.67 veces más); las reservas petroleras probadas están muy mermadas, con un bajo precio internacional del crudo. El recuento de daños también se extiende al ámbito de los servicios educativos y de salud, que presentan notables carencias tanto en cobertura como en calidad.
En estas condiciones, el reto del nuevo gobierno es cómo responder a las altísimas expectativas de los ciudadanos, que esperan resultados prácticamente inmediatos. Hay que tener en cuenta que este es el tercer intento que la ciudadanía realiza para modificar su realidad: primero votó por el Partido Acción Nacional; después le dio una nueva oportunidad al PRI, y ahora apoya masivamente a López Obrador y Morena, que tienen todas las herramientas a su disposición pero muy poco margen de error.
El nuevo gobierno tendrá una oportunidad histórica para cambiar el rumbo de México; una oportunidad que deberá aprovechar al máximo, pues difícilmente se repetirá en un futuro próximo.