Conversar hizo que nos volviéramos a enamorar

10 abril 2018
Noticias de Yucatán

Como dos recién enamorados, hablábamos y hablábamos. Acabábamos de cumplir 30, así que nuestras charlas incluían una historia y un cálculo de todos nuestros examantes, cómo los padecimos y cómo terminaron. Hablábamos de nuestros amorespasados para ver cómo se comparaban con el actual.
¿Alguno había sido tan inmenso como este? No. ¿Cómo podrían serlo?
Volver a amar significaba volver a hablar. Hablamos sobre nuestras memorias, nuestros huesos rotos, nuestros corazones rotos y nuestros matrimonios rotos. Hablamos sobre nuestras madres —una judía y la otra italiana— que no hacían más que cocinar y alimentarnos. Hablamos sobre nuestros padres y cómo ninguno cocinaba ni alimentaba.
Hablamos de nuestros amigos, los que se quedaron y los que se fueron. Hablamos de nuestras carreras, de nuestro ascenso en la escalera del éxito, de cómo caímos, tomamos riesgos o decidimos no hacerlo.
Hablamos de nuestros sueños: de viajar, de casarnos, de cuántos hijos queríamos tener y qué nombres les pondríamos. Una vez cubiertos aquellos temas, recurrimos a detalles menores y anécdotas, las historias en las que nos emborrachamos, nos perdimos, chocamos el auto, robamos dulces y nos caímos en una escalera del metro justo antes de una entrevista.
Por último, dejamos de hablar de anécdotas, para desarrollar los hechos y facetas peculiares de nuestra personalidad: nuestras películas favoritas, lo que nos gustaba comer y lo que no comeríamos.
Odiábamos las aceitunas kalamatas. Él podía vivir sin pepinos. Yo odiaba las alcaparras y los malvaviscos (y el final de “Ghostbusters”). Él hablaba de ríos y rocas. Yo citaba a Frank O’Hara y Mayakovsky. Comparábamos el tiempo que hacíamos corriendo cinco kilómetros.
El tiempo nunca era suficiente, había tanto de qué hablar. Hablamos sobre los colores de las hojas, las formas de las nubes y por qué las palabras esconden sonidos.
Hablamos sobre nuestras relaciones íntimas,
Hablamos sobre nuestra boda.
Hablamos sobre nuestra nueva casa.
Hablamos sobre cómo amueblarla.
Hablamos sobre el embarazo.
Hablamos sobre nuestro hijo.
Y después sobre el segundo.
Después de siete años, nuestro matrimonio había cambiado. Una vez consumadas todas las tretas para hacer que los niños se durmieran, nos acostábamos uno junto al otro en la cama con nuestras computadoras sobre el regazo y navegábamos en internet. No estábamos hablando ni durmiendo; estábamos tan lejos y tan cerca. Esta dinámica, de estar juntos físicamente pero separados emocionalmente, también se había colado en la rutina cotidiana, con demasiado silencio y espacio entre nosotros en el sofá y mientras cocinábamos en lados opuestos de la mesa de la cocina.
Todavía hablábamos, claro, pero era una conversación distinta. Hablábamos de los niños, de lo que querían para el almuerzo, quién los recogería de la escuela y cómo negociaríamos las invitaciones a cenar del fin de semana. Hablábamos de las cuentas por pagar y las cargas de ropa. Hablábamos de los detalles logísticos de nuestro día a día; esas conversaciones necesarias eran las ruedas sobre las que giraban nuestros días.
Ya no hablábamos tanto de relaciones íntimas, además de buscar la forma de hacerlo con niños que abrían la puerta de improviso y nos preguntaban qué hacíamos. En cambio, nos hicimos expertos en lenguaje corporal. ¿Uno de nosotros se había quedado dormido antes que el otro? ¿Nos tocábamos, no nos tocábamos, estábamos bocabajo?
Yo me ponía de espaldas, con el cuerpo encorvado hacia el lado opuesto a mi marido, en una postura de rechazo. Él rozaba con timidez mi espalda y sentía cómo mi cuerpo se tensaba, un signo claro de “nada de sexo esta noche”.
Estábamos tan cansados.
Una noche fuimos a cenar, nosotros dos solos. Mientras estábamos sentados, cenando en silencio, me vino un recuerdo espantoso a la mente. No era un recuerdo de mi propia experiencia. Era el recuerdo de una escena que había visto en una película.
En “Eternal Sunshine of the Spotless Mind”, Kate Winslet, que interpreta a Clementine, y Jim Carrey, en el papel de su novio, Joel, están comiendo en silencio en un restaurante cuando Joel se da cuenta de que todas las parejas a su alrededor están mudas.
“¿Somos una de esas parejas aburridas por las que sentimos pena en los restaurantes?”, Joel se dice a sí mismo. “¿Somos los comensales muertos?”.
Mi marido y yo estábamos ahí sentados e inexpresivos, como otra pareja más de comensales muertos.
“Necesitamos hablar”, dijo mi marido.
Esperé que cayera la bomba.
“No”, dijo. “Quiero decir, simplemente hablar”.
Pensé en algunas de las parejas de ancianos que conocía. Pensé en cómo hablaban (si lo hacían). No fue una imagen especialmente afortunada. Hablaban principalmente de lo difícil que era ser viejos (teñirse el pelo, hacerse cirugía, los ejercicios a ritmo de jazz), el clima (cuánto calor, cuánto frío, cuánta lluvia) y las noticias diarias de último minuto (un dolorcito aquí, otro por allá, el insomnio, las articulaciones, la vista, no he ido al baño, tengo diarrea).
Podía vernos a mi esposo y a mí en 25 años, mascando en silencio nuestra cena en una cafetería y de vuelta a casa a dormir en nuestro apartamento reducido, todo sin ser capaces de decirle nada importante al otro.
Decidimos hacer un esfuerzo por volver a hablar. Esa noche, nos sentamos llenos de determinación en el sofá. Guardamos las computadoras. Pusimos nuestros teléfonos en silencio. Nos miramos a los ojos y sonreímos. Tomamos un sorbo de vino tinto.
“¿De qué quieres hablar?”, pregunté.
“¿De qué quieres hablar tú?”, contestó.
Nos quedamos ahí mirándonos.
“¿Escuchaste lo que dijo Otis?”, preguntó mi marido. “Le dije que cerrara la llave mientras se lavaba los dientes para no desperdiciar agua, se enojó tanto que me contestó que yo una vez había desperdiciado las papas fritas”.
Nos reímos.
“Y el otro día… ”, comencé. Me detuve. “Creo que necesitamos poner una regla”, dije. “No podemos hablar de los niños porque podríamos hablar de ellos todo el día”.
“Bueno”.
Volvimos a intentarlo. Nos quedamos mirándonos nuevamente. Admiré lo bien parecido y musculoso que seguía luciendo mi marido. Eso era bueno, ¿no? ¿Quién necesitaba hablar?
No nos estaba yendo bien. Necesitábamos otra táctica.
Mandamos a los niños con los suegros. Después pusimos nuestros teléfonos en la guantera del auto y nos dirigimos unos kilómetros al sur a Virginia occidental, regresamos al tipo de lugar donde habíamos hablado en serio por primera vez, en una montaña en el bosque.
Tenía miedo. ¿Y si no teníamos nada más de qué hablar?
Recuerdo las primeras horas de escasez de conversación. Fuimos a caminar y respiramos. Nos detuvimos a tomar agua. Escuchamos el ruido de nuestros cuerpos al moverse en el mundo (tropezones, respiración, estornudos) y los sonidos de la naturaleza que sintonicé de repente: los martillazos de un pájaro carpintero, el chillido de caza de un halcón, la mirada congelada de una tortuga expuesta y el sonido suave de una serpiente al deslizarse entre los arbustos.
Durante ese tiempo, hasta mi monólogo interno se quedó en silencio. Sucede que con todo el tiempo del mundo para pensar, una parte debe invertirse en no pensar. Nos sentimos revigorizados y aliviados de dejarnos llevar por el ritmo de nuestros pasos.
Nos detuvimos para comer algo.
Hablamos de nada, después un poco más y a medida que hablábamos nos olvidamos de hablar y acabamos hablando. Al liberarnos de la mecánica de la vida, sucedió lo mismo con nuestra conversación. Había olvidado que hay ciertos lugares que invitan a intercambiar ideas. Con mis hijos, por ejemplo, había observado que si les preguntaba a la hora de cenar qué había pasado en la escuela, siempre respondían: “Nada”. Pero en el auto la mañana siguiente, no les paraba la boca.
Así mismo, mientras caminábamos, nos relajamos y volvimos a conversar. Nos contamos cosas que habíamos olvidado decirnos, anécdotas graciosas del trabajo. Charlamos y coqueteamos, yéndonos por la tangente. Nos acordamos también de nuestros primeros días juntos, una forma de conversar totalmente nueva que resulta de haber conocido a alguien durante mucho tiempo.
Ahora, varias veces al año, mi marido y yo dejamos a los niños durante una semana y nos vamos a hacer senderismo. Hemos recorrido la cresta de la Montaña North Fork de Virginia occidental hablando; de igual forma hemos bajado los casi 29 kilómetros de los estrechos del río en el parque nacional Zion, transitando los paisajes de Dolly Sods y las montañas de Vermont y New Hampshire.
Las parejas pasan demasiado tiempo juntas a lo largo de la vida. Los humanos vivimos mucho más que antes. Algunos de nosotros seguimos casados con la misma persona durante 50 o 60 años. No es de sorprender que nos quedemos sin temas de conversación. No es de sorprender que nos unamos a las filas de los comensales muertos. Pero no tiene por qué ser así.
Durante nuestras pausas de fin de semana, mi marido y yo nos sentimos inspirados por una nueva alianza, una nueva aventura. Sentimos el poder de la coexistencia de tantos años y un sentimiento de haber pasado por la rabia de la vida y haber sobrevivido.
Así fue como volvimos a hablar. Así fue como nos volvimos a enamorar. (En Pareja).

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