El 8 de diciembre, la enésima matanza en tierras mexicanas dejó 14 cadáveres en el pueblo de Texcaltitlán, a 125 kilómetros de la capital, en un enfrentamiento entre agricultores y sicarios. Del espanto grabado en video emergía el oscuro problema que atraviesa la actividad agropecuaria en toda su cadena de producción debido a las extorsiones de los carteles. Ya no es solo la sangre de amapola la que riega los campos de cultivo. El maíz y el coco, el sorgo, los aguacates, el limón, el mango y la flor de Jamaica, el mundo rural entero sucumbe ante los cobros mafiosos por el uso del suelo, la producción, las cosechas y las ventas. El crimen organizado ha puesto precio a la tierra y al cielo, el hábitat inclemente en el que se desenvuelven los campesinos. A las consecuencias insoslayables del cambio climático, la falta de ayudas gubernamentales y el envejecimiento de la población labriega se suma en México esta violenta circunstancia que ha dejado en el abandono en los últimos tres años cuatro millones de hectáreas de sembrado, según los datos de la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas, UNTA. Los jóvenes migran. Con el lenguaje poético propio de quienes se crían en la naturaleza, lo expresa mejor la ejidataria Zenaida Correa Juárez. “Ya la gente no crece en el sueño guajiro”.
La superficie rural de México cuenta 191,7 millones de hectáreas, de las cuales están sembradas 21,6 millones. Algo más de una cuarta parte es de riego y el resto de temporal, es decir, a merced de la meteorología, que este año no ha sido generosa en agua. Ese mensaje era el que llevaban los agricultores de Texcaltitlán a los miembros de la Familia Michoacana, el cartel criminal que el 8 de diciembre llegaba a pedirles el cobro del piso (extorsión) a razón de un peso por metro cuadrado: que no podían hacer frente a esos pagos que les esquilman las ganancias. Además del ruego portaban machetes, armas y palos y se desencadenó la balacera. Esta vez el narco puso la mayoría de las víctimas, hartos los agricultores de las extorsiones seculares que les sumen en la pobreza. Si un tiempo lejano fueron los caciques colonialistas, ahora es el crimen organizado quien se quiere quedar con el fruto de la tierra sin haberla trabajado.
La culpa es resbaladiza en México. “Los criminales no vienen de fuera, nacen aquí, son también hijos de la falta de oportunidades, la pobreza, el hambre y la ignorancia”, dice Marco Antonio Reyes, dirigente estatal de la UNTA en Guerrero, uno de los Estados más fértiles y violentos del país. Ocho regiones de biodiversidad distinta le conceden el primer puesto en producción de mango, coco y flor de Jamaica, y el segundo en mamey. Pero la actividad agrícola no deja buenos resultados en un lugar “con 60 años de atraso en los modos de producción”, donde todavía se usan bestias para arar la tierra en buena parte de los rumbos y donde hay tractores es a costa del esfuerzo económico de los labradores. Los muchachos ya no se conforman con la esclavitud del campo que se hereda por generaciones. “He visto en un solo pueblo salir 10 autobuses con jóvenes a la migración”, cuenta Reyes. “Cuando llega la pizca [cosecha] del maíz no hay mano de obra”, lamenta. En Guerrero la ecuación es manifiesta: pobreza y violencia están abandonando las fincas. El 70% de la población del campo es aquí mayor de 50 años, y en otros sitios aún más, según la UNTA.
75 años con todas sus estaciones se reflejan en el rostro de Eudosio Martínez Fausta, un ejidatario de Chapa de Mota, en el Estado de México, que lleva años en la lucha para que les devuelvan las tierras que les arrebataron con argucias administrativas de la noche a la mañana, algo común en México. Ellos aportaron el edicto virreinal que les concedió la propiedad y un cacique espabilado revolvió los papeles hasta ponerlos a su favor. En 2015 entraron la policía y las máquinas para derribar sus casas. “Desde entonces estuve como una pluma al aire”, dice Eudosio, sin saber en dónde alojarse ni qué hacer con su vida. Hoy están asentados en el ejido en unos cubículos de bloques de cemento que no protegen del frío ni del calor, desde donde hacen a diario para que no vengan a despojarlos de sus tierras ni de sus siembras. En ese caldo de cultivo fermentan y estallan algunas de las masacres en México. Algún cacique murió colgado, pero los agricultores siempre llevaron la peor parte. Hace más de 40 años que Álvaro López fundó la organización agraria UNTA, de la que es su dirigente nacional. En ese tiempo, especialmente las dos décadas primeras, perdieron la vida 1.362 compañeros activistas del campo, dice. El propio López cuida muy bien sus desplazamientos en coche, no quiere emboscadas criminales y estas lo mismo llegan del crimen que de los caciques agrarios, coludidos tantas veces unos y otros con la política local.
Decía Eudosio: “Cuando mi padre tuvo las tierras no sabía qué hacer con ellas, porque no tenía una yunta para labrarlas”. Ahora él las heredó, pero no hay tractores. Empujar el arado detrás del caballo abriendo surcos hacia el horizonte y otra vez de vuelta, otra vez al horizonte y otra vez de vuelta, es una de las tareas más fatigosas del campo. Esa sí es la pelea contra la tierra palmo a palmo. Y de eso se queja también Zenaida Correa Juárez: “Necesitamos tractores, la yunta ya no rinde. Y abono, los costes han subido mucho”. Sus dos hijos marcharon a otros oficios, por eso sostiene que el sueño guajiro ya no asalta el pensamiento de los jóvenes.
Maizales sin recolectar flanquean la carretera de camino a Chapa de Mota, en el Estado de México. “La cosecha está perdida”, señala el presidente de la UNTA, Álvaro López. Desciende del coche y brinca la cuneta, deshoja una mazorca arruinada donde se aprecia el destrozo de las últimas lluvias en los granos. El agua llegó a destiempo y no hay forma de recolectar nada por ahora, a ver si el tiempo seca. El sol ha querido este miércoles dar la bienvenida a uno de los precandidatos de Morena para el municipio. Debajo de un enlonado precario, cubierto el suelo también de lonas para tapar el barro, una treintena de ejidatarios lo recibe con carnitas y ponche caliente. Van tomando la palabra: que arregle el camino, que traiga la luz y el servicio de agua, que cuando llegue al asiento presidencial no los desconozca. Así le dicen. Y luego comen los tacos, el arroz y el mole verde. Las gallinas picotean afuera.
El profe, como llaman a López, presidente agrarista, también ha sido invitado al convivio político. La UNTA ha dado su apoyo a la candidata presidencial morenista para las elecciones de junio, pero no ahorran críticas. “Todos los países subsidian su agricultura, pero este gobierno, en aras de combatir la corrupción, ha tomado medidas drásticas y se han eliminado los programas de apoyo al campo conseguidos hace tiempo. La ausencia de políticas de fomento es la principal causa del abandono de las tierras. Y sí, había corrupción y malos manejos de los recursos, que a veces llegaban incompletos o no llegaban, al amparo de políticas propias de los regímenes pasados. Organizaciones agrarias y funcionarios cómplices hacían unos negocios y otros la vista gorda, pero se necesitan esos programas”, dice López. “En este sexenio se ha matado al niño con todo y la bañera”, ejemplifica.
El 70% de los fertilizantes venían de Ucrania y Rusia de modo que todo se ha encarecido ahora fuertemente por la guerra. Con datos propios recogidos por la organización en 30 Estados en los que tiene presencia, López asegura que no hay más de 14 millones de hectáreas cultivadas y sostiene que al menos el 30% de la superficie mexicana de temporal ha quedado ociosa. En 1993 la cosecha marcó un récord porque se fijaron precios y la gente se esmeró con ese aliciente, dice el agrarista, antes diputado por el antiguo PRD. Después de esa fecha, todo ha ido a peor, lamenta.
Hace ya un lustro que los capos mafiosos empezaron a imponer sus cuotas a los agricultores en algunos Estados, primero en función de la cosecha, ahora por metro cuadrado. Lo sufren en Guerrero, en Sinaloa, en Durango y en Guanajuato, por todas partes. “En los invernaderos [los criminales] cobran un peso por metro cuadrado al mes, y si se trata de maíz, lo tienen que vender a los acopiadores, también del crimen, que te lo pagan como quieren. Todo: el frijol, las frutas, todo pasa por sus manos. También compran el ganado de cría a los productores y los carniceros, después, están obligados a comprárselos a ellos. Se han apropiado de todos los eslabones de la cadena”, explica por teléfono Marco Antonio Reyes, desde Guerrero. Recuerda que hace unos tres meses quemaron el mercado central de Acapulco. Y hace algunos más mataron a varios polleros en el de Chilpancingo, la capital del Estado.
Critican “el asistencialismo” puesto en marcha por este Gobierno, que ayuda contra las dificultades que adelgazan al mundo rural, pero no incentiva la producción, dicen. “Hay que invertir en producción e innovación y crear un sistema de financiamiento sólido que inyecte recursos, no solo para los campesinos que cultivan una hectárea de autoconsumo”, solicita Reyes. “Los créditos los están dando los coyotes y a muy alto interés. Es lo mismo que pasaba en la época de la colonia, los caciques prestaban para sembrar y luego exigían parte de la cosecha”. “Necesitamos”, completa Reyes, “una infraestructura agrícola productiva, es decir, almacenes, silos, maquinaria para procesar el mango, el coco, pero con una visión de alto impacto, no solo localista”.
López se despide de los ejidatarios de Chapa de Mota, todavía el sol está alto. Lleva en sus manos unos huevos de campo que le han regalado y sube al coche. Junto al camino de tierra y los maizales secos, una mujer joven y su hijo chupan un caramelo con palito y dicen adiós. “Nos acercamos a una etapa de más violencia por el hambre”, vaticina el líder agrarista. “Este país no ha quebrado ya gracias a las remesas que llegan de Estados Unidos”, afirma.
La espiral sigue su curso. Los que se van del campo y cruzan la frontera enviarán dinero con el que sobrevivirán sus familias sin más recursos para echar a andar la producción. Hay pueblos donde apenas quedan mujeres, niños y ancianos, el resto ya se fue “al gringo” a trabajar los campos que no son suyos.
EL PAÍS