El médico francés, nacido hace 235 años, inventó el estetoscopio impulsado por el pudor que sentía al acercar su oído al pecho de las pacientes
René Laënnec observó en el otoño de 1816 a unos niños jugando en los jardines del Louvre con un pedazo de madera. Mientras uno daba golpes en uno de los extremos de la tabla, en el otro, otros acercaban sus oídos para escuchar el sonido. Le hizo pensar. Imitando su rústico mecanismo, enrrolló unas hojas de papel formando un tubo, convencido de que, al fin, había dado con la solución a un problema que llevaba tiempo atormentándole: la incomodidad y, sobre todo, la vergüenza que le suponía pegar su oído a los pechos de sus pacientes a la hora de auscultarles.
René Laënnec, que era médico, especialista en diagnosticar problemas torácicos, mandó ese mismo día construir un artilugio de madera hueco, de 30 centímetros de largo y cuatro de diámetro, de dos piezas, con un canal central de cinco milímetros y dos extremos en forma de embudo. Así fue como, fruto del pudor, del rechazo femenino a que un hombre se acercase tanto y de la dificultad de percibir ruido alguno en enfermos obesos, nació el primer estetoscopio, también llamado fonendoscopio, alojado actualmente en el museo de Anestesiología Wood Library de Chicago. Su nombre responde a la conjunción de las palabras griegas stethos -que significa pecho- y skopein -que hace referencia al hecho de observar-. A su uso, al estudio médico llevado a cabo con él, se le denominó auscultación.
René Laënnec nació en la Bretaña francesa en 1781. A los 12 años se trasladó a casa de unos de sus tíos, médico práctico y profesor universitario, de quien se contagió de la pasión por la medicina. Estudió en la École Spéciale de Santé de París, ganó dos premios nacionales en 1803 y durante algunos años trabajó bajo la tutela del médico de Napoleón, el Dr. Corvisart, y del prestigioso Dr. Dupuytren. En el año 1816 fue nombrado jefe del parisino Hospital Necker. Y fue ahí cuando le tocó lidiar con una paciente, entrada en kilos, de grandes senos. Tuvo que auscultar además Laënnec a la mujer, afectada de un mal del corazón, delante de su esposo y de su madre. Percibiendo en los ojos de la enferma un excesivo recato, el doctor desistió finalmente de este paso y redujo el reconocimiento a la toma de pulso y a la percusión del tórax.
René Laënnec creó, en realidad, un altavoz del corazón y los pulmones. Hasta entonces, los facultativos exploraban a los enfermos a golpe de mano y oreja. Con la primera, posada justo sobre el órgano que da cuerda al cuerpo humano, detectaban los latidos cardiacos. Con la segunda, apoyada sobre el tórax, escuchaban la respiración. El examen iba como la seda cuando el médico se enfrentaba a pacientes flacos y mujeres con poco pecho y menos recato. La cosa se complicaba cuando la persona aquejada contaba con más grasa de la recomendada, tenía muchas curvas y más decoro.
René Laënnec desistió. Renunció al procedimiento de arrimar el lóbulo al seno. Y, en su búsqueda de un método que al menos le evitase la vergüenza, recordó. «La auscultación directa (apoyando la oreja) resultaba inadmisible por la edad y sexo de la paciente -explicó posteriormente-. Fue entonces cuando recordé un hecho simple y conocido sobre acústica... La facilidad para percibir el arañazo de un alfiler al final de una tabla de madera, apoyando la oreja en el otro extremo. Inmediatamente, tras esta sugerencia, enrrollé un papel formando una especie de cilindro y apliqué un extremo sobre la región del corazón y el otro sobre mi oreja, y no fue pequeña la sorpresa y la satisfacción el descubrir que podía percibir la acción del corazón de forma mucho más clara que cualquiera de las otras veces que había apoyado directamente la oreja».
René Laënnec difundió su idea a través de la obra De l'auscultation médiate ou Traité du Diagnostic des Maladies des Poumon et du Coeur, publicada en 1819, y, dos años más tarde, en 1821, se hizo eco de ella el New England Journal of Medicine. Aunque no todos sus colegas de profesión abrazaron con el mismo entusiasmo el nuevo método de auscultación, en 1851, Arthur Leared mejoró el mecanismo y desarrolló el estetoscopio biauricular. Al año siguiente, George Cammann lo perfeccionó para su producción comercial en serie.
La aportación de René Laënnec a la medicina se convirtió además, junto a la bata blanca, en el gran símbolo del galeno. Doscientos años después,ha comenzado a agonizar. Pero, ¿está realmente obsoleto el estetoscopio? ¿Resulta necesario en pleno siglo XXI, con dispositivos de tecnología puntera capaces de arrojar resultados mucho más precisos, llevar este aparato colgado al cuello? ¿Qué aporta hoy en día un instrumento del año 1816? El debate está abierto.
El tubo de René Laënnec para escuchar los sonidos del cuerpo humano tiene hoy grandes detractores, pero también defensores férreos. El debate comenzó a hacer ruido hace un par de años, cuando los profesores de la prestigiosa escuela de medicina Mount Sinai de Nueva York, Jagat Narula (editor a su vez de la revista Global Heart) y Bret Nelson -ambos destacados gurús de la medicina-, insinuaron que el estetoscopio estaba anticuado, defendiendo que los nuevos ecopocket, ecógrafos poco más grandes que móviles, abocarán al olvido al sistema de tubos con campana y membrana del francés. «Varios fabricantes ofrecen máquinas de ultrasonido portátiles un poco más grande que una baraja de cartas, con tecnología y pantallas parecidas a los teléfonos inteligentes modernos», consideran, aparatos que permitirán diagnosticar enfermedades de forma veloz y reducir al mínimo las complicaciones.
Distinta opinión sobre el fonendoscopio de René Laënnec mantienen cardiólogos como José Ramón González Juanatey, jefe de área del CHUS y catedrático en Santiago, a quien le parece «impresionante» la información que aporta este aparato acústico. «Es una aproximación al paciente muy útil y a coste cero», asegura. Él mismo lo utiliza a diario con todos sus pacientes, relató a La Voz en el 2014, porque «forma parte de la evaluación global del enfermo».
René Laënnec observó en el otoño de 1816 a unos niños jugando en los jardines del Louvre con un pedazo de madera. Mientras uno daba golpes en uno de los extremos de la tabla, en el otro, otros acercaban sus oídos para escuchar el sonido. Le hizo pensar. Imitando su rústico mecanismo, enrrolló unas hojas de papel formando un tubo, convencido de que, al fin, había dado con la solución a un problema que llevaba tiempo atormentándole: la incomodidad y, sobre todo, la vergüenza que le suponía pegar su oído a los pechos de sus pacientes a la hora de auscultarles.
René Laënnec, que era médico, especialista en diagnosticar problemas torácicos, mandó ese mismo día construir un artilugio de madera hueco, de 30 centímetros de largo y cuatro de diámetro, de dos piezas, con un canal central de cinco milímetros y dos extremos en forma de embudo. Así fue como, fruto del pudor, del rechazo femenino a que un hombre se acercase tanto y de la dificultad de percibir ruido alguno en enfermos obesos, nació el primer estetoscopio, también llamado fonendoscopio, alojado actualmente en el museo de Anestesiología Wood Library de Chicago. Su nombre responde a la conjunción de las palabras griegas stethos -que significa pecho- y skopein -que hace referencia al hecho de observar-. A su uso, al estudio médico llevado a cabo con él, se le denominó auscultación.
René Laënnec nació en la Bretaña francesa en 1781. A los 12 años se trasladó a casa de unos de sus tíos, médico práctico y profesor universitario, de quien se contagió de la pasión por la medicina. Estudió en la École Spéciale de Santé de París, ganó dos premios nacionales en 1803 y durante algunos años trabajó bajo la tutela del médico de Napoleón, el Dr. Corvisart, y del prestigioso Dr. Dupuytren. En el año 1816 fue nombrado jefe del parisino Hospital Necker. Y fue ahí cuando le tocó lidiar con una paciente, entrada en kilos, de grandes senos. Tuvo que auscultar además Laënnec a la mujer, afectada de un mal del corazón, delante de su esposo y de su madre. Percibiendo en los ojos de la enferma un excesivo recato, el doctor desistió finalmente de este paso y redujo el reconocimiento a la toma de pulso y a la percusión del tórax.
René Laënnec creó, en realidad, un altavoz del corazón y los pulmones. Hasta entonces, los facultativos exploraban a los enfermos a golpe de mano y oreja. Con la primera, posada justo sobre el órgano que da cuerda al cuerpo humano, detectaban los latidos cardiacos. Con la segunda, apoyada sobre el tórax, escuchaban la respiración. El examen iba como la seda cuando el médico se enfrentaba a pacientes flacos y mujeres con poco pecho y menos recato. La cosa se complicaba cuando la persona aquejada contaba con más grasa de la recomendada, tenía muchas curvas y más decoro.
René Laënnec desistió. Renunció al procedimiento de arrimar el lóbulo al seno. Y, en su búsqueda de un método que al menos le evitase la vergüenza, recordó. «La auscultación directa (apoyando la oreja) resultaba inadmisible por la edad y sexo de la paciente -explicó posteriormente-. Fue entonces cuando recordé un hecho simple y conocido sobre acústica... La facilidad para percibir el arañazo de un alfiler al final de una tabla de madera, apoyando la oreja en el otro extremo. Inmediatamente, tras esta sugerencia, enrrollé un papel formando una especie de cilindro y apliqué un extremo sobre la región del corazón y el otro sobre mi oreja, y no fue pequeña la sorpresa y la satisfacción el descubrir que podía percibir la acción del corazón de forma mucho más clara que cualquiera de las otras veces que había apoyado directamente la oreja».
René Laënnec difundió su idea a través de la obra De l'auscultation médiate ou Traité du Diagnostic des Maladies des Poumon et du Coeur, publicada en 1819, y, dos años más tarde, en 1821, se hizo eco de ella el New England Journal of Medicine. Aunque no todos sus colegas de profesión abrazaron con el mismo entusiasmo el nuevo método de auscultación, en 1851, Arthur Leared mejoró el mecanismo y desarrolló el estetoscopio biauricular. Al año siguiente, George Cammann lo perfeccionó para su producción comercial en serie.
La aportación de René Laënnec a la medicina se convirtió además, junto a la bata blanca, en el gran símbolo del galeno. Doscientos años después,ha comenzado a agonizar. Pero, ¿está realmente obsoleto el estetoscopio? ¿Resulta necesario en pleno siglo XXI, con dispositivos de tecnología puntera capaces de arrojar resultados mucho más precisos, llevar este aparato colgado al cuello? ¿Qué aporta hoy en día un instrumento del año 1816? El debate está abierto.
El tubo de René Laënnec para escuchar los sonidos del cuerpo humano tiene hoy grandes detractores, pero también defensores férreos. El debate comenzó a hacer ruido hace un par de años, cuando los profesores de la prestigiosa escuela de medicina Mount Sinai de Nueva York, Jagat Narula (editor a su vez de la revista Global Heart) y Bret Nelson -ambos destacados gurús de la medicina-, insinuaron que el estetoscopio estaba anticuado, defendiendo que los nuevos ecopocket, ecógrafos poco más grandes que móviles, abocarán al olvido al sistema de tubos con campana y membrana del francés. «Varios fabricantes ofrecen máquinas de ultrasonido portátiles un poco más grande que una baraja de cartas, con tecnología y pantallas parecidas a los teléfonos inteligentes modernos», consideran, aparatos que permitirán diagnosticar enfermedades de forma veloz y reducir al mínimo las complicaciones.
Distinta opinión sobre el fonendoscopio de René Laënnec mantienen cardiólogos como José Ramón González Juanatey, jefe de área del CHUS y catedrático en Santiago, a quien le parece «impresionante» la información que aporta este aparato acústico. «Es una aproximación al paciente muy útil y a coste cero», asegura. Él mismo lo utiliza a diario con todos sus pacientes, relató a La Voz en el 2014, porque «forma parte de la evaluación global del enfermo».