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Blanca, una mujer guatemalteca de 32 años, prefiere estar en cualquier parte del mundo menos en su país; tiene nueve días en un campamento abierto, en la garita Dennis DeConcini, esperando un llamado de los oficiales de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) para que le permitan su ingreso a Estados Unidos.
Lleva a su única hija, Briana, de nueve años, quien sueña con ser pintora. La niña sabe que cuando las llamen para la entrevista su madre quedará detenida en un lugar para migrantes y ella en un refugio para menores. No saben si volverán a verse.
Los Maras, dice, han hecho imposible la vida en su país: a las mujeres y niñas las violan y las matan.
Añade que está enterada del proceso al que son sometidos los migrantes cuando solicitan amnistía humanitaria a Estados Unidos, pero su amor de madre va más lejos que su dolor. “Por lo menos salvo a mi hija”, expresa.
En el lugar también está Guadalupe, de 34 años y madre de dos niños de siete y cuatro años, quien llegó procedente de un asentamiento de Guerrero llamado Chicahuales. “Está fea la violencia donde vivimos; no sabemos si al subirnos a un transporte colectivo se van a subir los sicarios a hacernos daño, se ven balaceras en todos lados”, dice.
Se encuentra en la fila con el número 90 para cruzar a la entrevista con los oficiales de Migración. Ayer, abogados promigrantes le pidieron que metiera un número de celular de familiares —en Estados Unidos— en los bolsillos de los pantalones de sus hijos para que sean reclamados cuando los separen.
La posibilidad de perderlos la alteró, y dice que no puede quedarse sin ellos. Recuerda que hace 10 días dejó su pueblo natal porque su familia está siendo violentada y tan sólo en el último mes asesinaron a tres personas y dejaron a una niña de dos años herida. A pesar de ello, ayer pensó que se iba a regresar porque no quiere separarse de sus hijos. “Los traemos aquí para protegerlos, no para que nos los quiten, no se vale”, dijo al borde de las lágrimas.
Celeste, una activista promigrante, informó que han pasado cientos de familias por la frontera de Nogales, Sonora, y que, de acuerdo con la información que le han dado abogados con los que tienen enlace, no han separado a padres e hijos.
Blanca, una mujer guatemalteca de 32 años, prefiere estar en cualquier parte del mundo menos en su país; tiene nueve días en un campamento abierto, en la garita Dennis DeConcini, esperando un llamado de los oficiales de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) para que le permitan su ingreso a Estados Unidos.
Lleva a su única hija, Briana, de nueve años, quien sueña con ser pintora. La niña sabe que cuando las llamen para la entrevista su madre quedará detenida en un lugar para migrantes y ella en un refugio para menores. No saben si volverán a verse.
Los Maras, dice, han hecho imposible la vida en su país: a las mujeres y niñas las violan y las matan.
Añade que está enterada del proceso al que son sometidos los migrantes cuando solicitan amnistía humanitaria a Estados Unidos, pero su amor de madre va más lejos que su dolor. “Por lo menos salvo a mi hija”, expresa.
En el lugar también está Guadalupe, de 34 años y madre de dos niños de siete y cuatro años, quien llegó procedente de un asentamiento de Guerrero llamado Chicahuales. “Está fea la violencia donde vivimos; no sabemos si al subirnos a un transporte colectivo se van a subir los sicarios a hacernos daño, se ven balaceras en todos lados”, dice.
Se encuentra en la fila con el número 90 para cruzar a la entrevista con los oficiales de Migración. Ayer, abogados promigrantes le pidieron que metiera un número de celular de familiares —en Estados Unidos— en los bolsillos de los pantalones de sus hijos para que sean reclamados cuando los separen.
La posibilidad de perderlos la alteró, y dice que no puede quedarse sin ellos. Recuerda que hace 10 días dejó su pueblo natal porque su familia está siendo violentada y tan sólo en el último mes asesinaron a tres personas y dejaron a una niña de dos años herida. A pesar de ello, ayer pensó que se iba a regresar porque no quiere separarse de sus hijos. “Los traemos aquí para protegerlos, no para que nos los quiten, no se vale”, dijo al borde de las lágrimas.
Celeste, una activista promigrante, informó que han pasado cientos de familias por la frontera de Nogales, Sonora, y que, de acuerdo con la información que le han dado abogados con los que tienen enlace, no han separado a padres e hijos.
Fuente: El universal