Noticias de Yucatán
En México, sólo 1 de cada 10 jóvenes indígenas llega a la universidad. Ricardo Pablo Pedro además es el único a punto de alcanzar un doctorado en química en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el prestigioso MIT (por sus siglas en inglés) de donde han egresado personajes como el lingüista Noam Chomsky, el ex secretario de las Naciones Unidas Kofi Annan y el Premio Nobel de Economía Paul Krugman, entre muchos otros.
Por eso recibió este año el Premio Nacional de la Juventud en la categoría de logro académico. A la premiación llegó vestido con una camisa de manta y huaraches, el popular calzado de hilo de piel abierto. Allí, el joven de 26 años reclamó la discriminación que enfrentan los indígenas en México. “Vivimos en un país con una mala costumbre de juzgar a las personas por su forma de vestir, hablar e, incluso, por el color de su piel”.
Por eso su madre prefirió no enseñarle a él su lengua indígena para evitarle más discriminación, que ya la ha padecido suficiente. “He vivido muchos (episodios de discriminación), pero eso no me iba a detener. ¡Imagínate! Si les hubiera hecho caso, me hubiera derrumbado”, dice en entrevista al recordar como en la escuela y aun en la universidad lo llamaban “huarachudo”. Y todavía hoy, cuando viene a México, prefiere no salir a bares porque “sé cómo me van a tratar”. En Estados Unidos, en cambio, nunca se ha sentido discriminado y “nadie se fija cómo visto”.
Su percepción está sustentada. La mayoría de las quejas presentadas ante el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación tiene como principal motivo el aspecto físico.
EL NIÑO QUE QUERÍA SER PILOTO
Originario de Oaxaca, Ricardo nació en una pequeña comunidad del sur del estado de nombre La Mina, de apenas mil 500 habitantes y donde la pobreza es destino. De vena indígena zapoteca –la etnia más grande de México después de los nahuas y los mayas–, Ricardo creció bajo un techo de palma y piso de tierra. Sólo con su madre y 5 hermanos, quienes muy pronto emigraron del pueblo en busca de mejores oportunidades. Gracias a ellos, el niño que soñaba con ser piloto pudo salir a estudiar la secundaria y dejar la venta de limones y dulces en la calle para ayudar a la familia, que poco a poco migró a Estados Unidos como lo hizo su padre, a quien dejó de ver cuando él tenía 4 años. “En mi pueblo difícilmente teníamos primaria y sólo había una telesecundaria”, recuerda.
En Morelos, estado vecino de la Ciudad de México donde vivía uno de sus hermanos, Ricardo pudo cursar hasta la preparatoria y de allí saltar a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la más grande del país, para estudiar química. Pudo hacerlo porque es un institución gratuita, porque los libros los conseguía en la biblioteca de la universidad o se los prestaban sus compañeros y porque, aun cuando no tenía computadora, podía utilizar las de la Facultad de Química. De otra manera, Ricardo difícilmente hubiera desarrollado su gusto por las matemáticas y la ciencia –que descubrió en la preparatoria gracias a una maestra–, y unirlas en su primer laboratorio de investigación en química cuántica.
También ayudaron las becas, pues el apoyo de su familia ya no era suficiente. Una la recibió en la UNAM como ayudante de investigador y otra se la otorgó la Academia Mexicana de las Ciencias cuando aún estaba en la preparatoria y había ganado concursos de ciencia. Juntas sumaban aproximadamente 2 mil pesos (unos 110 dólares). Con eso, Ricardo comía, vestía, estudiaba y pagaba un pequeño cuarto cerca de la Ciudad Universitaria, donde vivía con otros dos compañeros.
“Era apenas un cuartito de lámina, sólo con inodoro, donde nos bañábamos con cubetas de agua, pero la renta nos costaba 700 pesos y la dividíamos entre tres”. Allí dormían los tres sobre una colchoneta. “No sé cómo aguanté”, dice. Ya al terminar la universidad pudo mudarse con un amigo. Quería ahorrar para pagar su examen de ingreso al MIT.
INGLÉS, LA PRUEBA SUPERADA
Ricardo estaba en el segundo año de la carrera de química cuando lo asaltó por primera vez la idea de estudiar en el extranjero. “El ex alumno de un profesor de la universidad, que estaba estudiando en Harvard, vino a la UNAM y nos animó: nos dijo que era difícil pero que valía la pena intentarlo”. Nunca lo había pensado antes y menos creyó que lo lograría, aunque siempre quiso viajar. “Me daban muchas ganas cuando escuchaba a mis compañeros hablar de sus viajes a Europa o Estados Unidos, eso sí quería, viajar y conocer el mundo”.
A partir de ese momento, su vista tuvo un solo horizonte: una universidad de prestigio en Estados Unidos para estar cerca de sus hermanos que viven allá como migrantes. ¿Cuál? La mejor: el MIT. “Era como un sueño estar allí, en una de las mejores universidades en ciencia y tecnología, de donde han egresado hasta premios Nobel”, dice.
Para llegar al MIT tuvo primero que ahorrar dinero para pagar sus exámenes de ingreso “que son muy caros”, y viajar de la Ciudad de México a Puerto Vallarta, en Jalisco, para aplicar el examen de inglés. “Una amiga me pagó el boleto de avión porque yo no tenía dinero para eso”, dice. Frente a la prueba de inglés dudó por primera vez. “Pensé que no iba a poder porque mi inglés era muy malo, todavía hoy pronuncio mal algunas palabras pero ya me defiendo”. Fue el momento más difícil, recuerda, el punto donde pensó que el sueño se caía. “En un receso le dije a mi amiga: ya no puedo”. Ella lo animó, siguió adelante y pasó. “No importa qué idioma hables, si entiendes la ecuación ya estás del otro lado”.
Ahora Ricardo está a punto de concluir su doctorado en el MIT, donde trabaja en nuevos materiales bidimensionales o nanomateriales hechos de silicio, carbono y polímeros para generar y mejorar microchips para distintas aplicaciones. El lo explica así: “La idea es generar nuevos microchips o transistores mucho más pequeños y más eficientes que se pueden usar, por ejemplo, en celdas solares”. Suficiente para tener apenas una pista de la complejidad de su tema.
No sabe si volverá a México al concluir su doctorado en 2018. Pero seguirá viajando a México para animar a los jóvenes a hacer ciencia y seguir estudiando. “Me gusta mucho motivarlos”, dice. Por eso, cuando está en el país, visita escuelas y habla con estudiantes. También regresa a su pueblo de vez en cuando o les escribe cartas a los niños y jóvenes que viven en su comunidad. Habla además con los padres para que animen a las niñas a seguir estudiando y las salven de una vida de maltrato o abandono por que todos los hombres migran. “No sé si lo vayan a hacer, pero al menos las niñas saben que pueden tener un sueño”. Tan orgullos están en su pueblo de él que recientemente que estuvo allí organizaron en su honor una misa. “Les da mucho gusto saber que ahora la gente sabe que existe La Mina, y que yo llevo con orgullo mi origen”. Infobae